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jueves, 25 de enero de 2018

Primeros capítulos de En cada canción





Una semana. Queda una semana para la publicación de En cada canción. 


En estos momentos tengo los nervios nivel top top top, así que os dejo los tres primeros capítulos de la historia de Michael y Penny para que los concozcáis, y ahora voy a esconderme debajo de mi edredón nuevo de Harry Potter. Es un buen lugar. Un abrazo.

Susanna.


1: El tío macizo del bañador naranja



Riviera Maya. Tulum. Agosto.
Cómo te atreves a volver.
A darle vida a lo que estaba muerto. 
La soledad me había tratado bien. 
Y no eres quién para exigir derechos.
Doy pequeños golpes con el pie derecho en la toalla en la que estoy tumbada, al son de la música de Morat, hasta que un codazo en las costillas me interrumpe. Me quito los auriculares de los oídos y miro con desagrado a la culpable del porrazo que acabo de recibir. 
—Tío macizo a las doce en punto —me dice mi hermana mientras señala el mar con la cabeza.
Me incorporo y me apoyo sobre mis codos. Sigo su mirada y veo a unas treinta personas en el agua a las doce en punto, o, lo que es lo mismo, enfrente de nosotras.
—El de la tabla de surf —me aclara cuando ve la duda en mi entrecejo fruncido.
A simple vista, no veo a ningún tío (ni macizo ni no macizo) subido en una tabla de surf. Agudizo la mirada; el sol abrasador se refleja en el agua, así que tengo que ponerme las manos en la frente a modo de visera. No hay ni una sola nube en el cielo. Una suave brisa me despeina el cabello, que ya se me ha secado, y tengo que apartármelo de la cara.
Entonces lo veo; a unos cien metros de distancia, justo en el linde con la boya que separa a los bañistas de las embarcaciones. Está tan lejano que hasta puedo taparlo con la yema de mi dedo manchado de arena. Me giro hacia mi hermana.
—Es imposible que veas que ese tío está bueno. De hecho, me cuesta hasta diferenciar que sea un chico y no una chica. Podría ser un unicornio encima de una tabla de surf y no me daría cuenta.
—Es un chico. Y es guapo. Y musculoso —añade—. Lo veo.
La miro con escepticismo. 
—Mi radar nunca falla, hermanita. Soy como Spiderman cuando tiene un enemigo cerca. Siento un hormigueo en el oído y una voz que me susurra: «¡Alerta buenorro!, ¡alerta buenorro!».
—Lo que tú digas. 
—Si te fijas bien —insiste—, lleva un bañador naranja fosforito. Cualquier tío que se atreva a ponerse semejante horterada es porque está bueno y puede permitírselo.
¡Venga ya! ¡Es imposible que distinga desde nuestra posición de qué color es el bañador del tío macizo o tía maciza o unicornio o lo que sea!
—¡Me estás vacilando! —le digo mientras me acomodo de nuevo en la toalla y cierro los ojos. No pienso seguir perdiendo el tiempo con esta tontería.
—Para nada. Tú sigue con tu música, que ya te aviso yo cuando puedas verlo. En algún momento tendrá que salir del agua. Y estamos en el sitio adecuado —me dice a la vez que señala la caseta de madera que tenemos al lado.
Siempre que vamos a la playa nos ubicamos a los pies de la torre del socorrista o al lado de las típicas casetas donde se alquilan embarcaciones, motos de agua, clases de surf y demás… Mi hermana dice que así estamos en primera línea para enterarnos de todo lo interesante que ocurra, porque, de suceder algo, siempre se acudirá en primer lugar a uno de estos dos sitios. Y tiene razón, solemos ser de las primeras en saber cuándo una medusa siembra el terror entre los bañistas.
—Ah, y, por cierto, se llama Ryan.
Abro los ojos. Desde la pubertad, a mi hermana y a mí nos gusta observar a las personas y ponerles el nombre que creemos que mejor les va. Empezamos a jugar cuando nos aburríamos en los largos viajes en coche al Mediterráneo y no teníamos nada mejor que hacer que imaginarnos cómo se llamaban los conductores que nos adelantaban, y, al final, se ha convertido en una rutina. A veces lo hacemos sin darnos cuenta. Nunca sabemos si alguna de las dos acierta, pero nos lo pasamos bien.
—Me cuesta ponerle nombre a un manchurrón en medio del mar —reconozco—, pero me voy a aventurar con… Tom.
—¿Tom? ¡Qué va!
—Humm…
Anna coge un libro de la bolsa playera (perdón, bolsón gigantesco) que tiene tirada en la arena a los pies de su toalla, se coloca las gafas de sol, modifica la posición de la tela de rizo a una donde puede estar más sentada que tumbada y sin perder el sol, y cruza las piernas.
Sonrío y me coloco de nuevo los auriculares. Me pierdo en la melodía hasta que me quedo dormida. Mmm… el sol calentándome la piel y las vacaciones.
—Penny. —Mi hermana me saca de mi dulce letargo un rato después—. Tío macizo, casi seguro de nombre Ryan, saliendo del agua. 
Abro los ojos, medio adormilada, y sigo la mirada de Anna. Lo primero que veo es una tabla de surf que parece que anda sola. El supuesto macizo está cubierto por ella y apenas se le ven los pies. Son unos bonitos pies. Bronceados y de chico. Parece una tabla andante. Me río para mis adentros.
Un par de chicos, que salen de la pequeña caseta de madera que tenemos al lado, se acercan al chico-tabla y se la quitan de las manos. Ahora lo veo. 
Jo-der.
Carámbanos con el radar de mi hermana. 
En lo primero en que me fijo es en su cabello ondulado: castaño claro (muy claro), hasta las orejas y más rizado por las puntas.
Después, en su sonrisa. Es una sonrisa tan circunstancial, tan poco verdadera. Es bonita, porque él es bonito, pero no es auténtica. Esa la tiene escondida… en algún lugar. 
Parece tener los ojos claros, pero no los distingo bien desde aquí, y, además, tiene el flequillo tan largo que casi se los cubre por completo. 
Desciendo la mirada por su cuello y llego hasta el musculoso pecho. Miles de gotas le cubren la tersa piel y pelean en su lucha por llegar al final de la carrera, que no es otra que la cinturilla del bañador. Allí desaparecen todas.
Y lo más increíble: lleva un bañador naranja fosforito con el cordón rosa, también fosforito. ¿Cómo ha podido verlo mi hermana? 
—Penélope —me llama la aludida—, la baba.
Por instinto, me paso la mano por la barbilla, pero, al segundo, descubro que no tengo nada. Miro a Anna y veo cómo se desternilla de la risa. Será…
—¡Has caído! ¿A que Ryan está bueno? ¿Ves? Mi radar nunca falla, pequeño saltamontes.
—¿Cómo has sabido lo del bañador?
Mi hermana se hace la interesante y no me contesta. En su lugar, me guiña un ojo. 
El tío macizo pasa por nuestro lado y sacude la melena. Con el movimiento se le aparta el pelo mojado que tenía pegado a la frente y se le ven los ojos de pleno. Son claros. Parecen azules. Y está tan cerca de nosotras que incluso nos salpican las gotas de agua que se desprenden de su cabello.
—¿Acaba de sacudirse como un perro? —le pregunto a Anna mientras me paso la mano por el estómago y el pecho para secarme.
Lo miro indignada, pero él ni nos ha visto. 
—Hija, como un perro… A mí me ha puesto a cien —me dice, girando la cabeza para seguir los pasos del macizo desconocido—. Vaya culito que tiene el muchacho, nunca pensé que un culo naranja fosforito fuera tan apetecible. Joder con Ryan.
No puedo evitar moverme para mirarle la retaguardia. El chico camina apresurado y cada vez se lo ve más lejano, pero, aun así, me da tiempo a darle un buen repaso, y tengo que reconocer que es un buen trasero.
—Y hablando de culos…, necesitas practicar sexo con algún desconocido. Para eso estamos aquí.
—No hemos venido aquí por eso. —Nuestros motivos para pasar quince días de vacaciones en Riviera Maya no son tan sanos. Es más bien una cura. Una cura para el corazón. 
—Puede que no fuera el objetivo principal, pero debería ser un efecto colateral del viaje.
Me tumbo y cierro los ojos. Mi intención es relajarme y disfrutar del sol un poco más, pero mi hermana no me lo permite.
—Tenemos que irnos. 
—¿Ahora?
Asiente con la cabeza.
—El autobús que nos lleva al hotel sale en unos minutos.
Miro el reloj. Tiene razón. Estoy tan cansada que se me ha pasado el tiempo demasiado rápido. Hoy hemos venido de excursión a Tulum y nos hemos pateado todas las ruinas mayas de los alrededores bajo el llameante sol de México en pleno mes de agosto. Me encanta el sol cuando estoy en la playa o en la piscina, o en una terraza tomando algo o tumbada en la hierba. Me encanta sentir el calor de los rayos en mi piel, pero para ir de excursión a ver piedras prefiero un cielo nubladito. Comprobado.
Estamos alojadas en un hotel cerca de Playa del Carmen, y este lugar es una de las excursiones que nos ha ofrecido esta mañana un chico muy simpático de recepción. Hemos visto las ruinas y después hemos venido a la playa a bañarnos y a relajarnos. 
Recogemos los bártulos, nos sacudimos la arena de los pies, nos vestimos, nos calzamos las deportivas y nos encaminamos a las escaleras que dan acceso a la playa. Miro hacia atrás con pena por tener que abandonar este increíble lugar lleno de rocas, ruinas, árboles y vegetación tan verdes como la clorofila y el color turquesa del agua, que por más que lo miras y lo miras no te cansas de él. Volveré. Algún día.
Son nuestras primeras vacaciones en años. En tres años, para ser más exactos. Yo he estado demasiado involucrada con mis estudios y mi trabajo, y mi hermana más de lo mismo. Creo que para ambas ha sido una especie de vía de escape. Necesitábamos evadirnos de lo que sucedió hace tres años. Necesitábamos seguir con nuestras vidas, y el único modo que encontramos fue tener la cabeza demasiado ocupada en otros asuntos como para pensar en ello.
Soy profesora de Historia. Mi padre también lo era, y desde muy pequeñita me picó la vena historiadora por culpa de todos los relatos que me narraba. Tenía el don de transformar la historia más soporífera e interminable del mundo en algo entretenido y animado. Me encantaba escucharlo. Y creo que aún lo hago, aún lo escucho, aunque ya no esté conmigo.
Hoy es nuestra primera mañana en Riviera Maya. Fue una decisión de último momento que tomó mi hermana y con la que estuve de acuerdo. Dentro de quince días, me estreno como profesora en la Universidad de Oxford. Reconozco que me da un poquito de vértigo. Y es posible que un poquito sea el eufemismo del año para afirmar que me da un pavor tremendo. Hasta ahora solo he impartido clases de Historia en colegios para alumnos de no más de quince primaveras. Y dar el salto a la universidad… Guau.
Mi padre fue el pionero de toda esta aventura. Era el mejor profesor de Historia de la Universidad Complutense de Madrid. Cuando Anna y yo apenas teníamos doce y diez años, lo llamaron desde Oxford para ofrecerle un puesto de titular. Aceptó sin pestañear. Mi padre era un enamorado de Oxford; siempre me recordaba que es la universidad de habla inglesa más antigua del mundo y que es un honor ya solo poder caminar por los mismos pasillos por los que anduvieron sus alumnos más ilustres: Albert Einstein, Oscar Wilde, J.R.R. Tolkien… Y veinte años, una carrera en Historia, un posgrado y un doctorado cum laude después, el decano me ha ofrecido el puesto que mi padre dejó vacante y que no ha podido llenar con nadie que esté a la altura. Que me lo hayan ofrecido a mí es tan insultante y maravilloso a la vez que… 
—¡Me han acribillado los malditos mosquitos! —Mi hermana frena el oscuro rumbo que estaban a punto de tomar mis pensamientos. Hemos llegado al autobús y no he sido consciente del trayecto. Giro la cabeza para ver esas picaduras. Pues sí, la han acribillado. Siempre me hace de parapeto, la eligen a ella antes que a mí.
Antes de subir al autobús veo un reflejo naranja que me llama la atención. Es el tío macizo. Se ha puesto una camiseta blanca por encima y está apoyado en una camioneta, en la puerta abierta del conductor. Es una pick up roja que ha conocido tiempos mejores. Habla (o, más bien, discute) por el móvil y no parece contento. Se pasa repetidas veces la mano libre por el cabello y niega con la cabeza. Hay un momento en que alza tanto la voz que incluso soy capaz de escucharlo. Es inglés.
¡Volveré cuando se me ponga en las pelotas!
Vaya…
—¿Sí? Adelante, entonces. ¡Ven a buscarme!
Tras colgar, lanza el aparato al interior del coche de malas maneras.
—¡Joder!
Se sube a la ranchera y cierra de un portazo.
¡Blam!
Cierro los ojos por el impacto. Me ha dolido hasta a mí. No creo que esa pobre tartana aguante muchos golpes más como ese. Parece bastante destartalada. 
Arranca y acelera dejando una estela de humo y piedras a su paso. No lo pierdo de vista hasta que la persona que va detrás de mí en la cola para subirnos al autobús me empuja y me dice que estoy entorpeciendo la recogida de pasajeros. No entiendo por qué la gente tiene prisa en vacaciones. 
Subo las escaleras y alcanzo a Anna, que ha ocupado un par de sitios libres en la parte trasera. 
Apoyo la cabeza en el respaldo de mi asiento y cierro los ojos. Tenemos un trayecto de una hora hasta el hotel. Y no sé la razón, pero, durante el viaje, no puedo quitarme la imagen del chico del bañador naranja de mi cabeza.
Cuando llegamos al hotel, nos damos una ducha, nos cambiamos de ropa y cenamos algo en uno de los restaurantes temáticos.
Pues no ha sido tan malo este primer día me dice mi hermana en un tono muy bajito. Yo creo que tiene miedo de que alguien todopoderoso nos escuche y lo haga difícil. 
—No reconozco. No ha sido tan malo.
Quizá veníamos tan preparadas para que este viaje fuera lo más duro que tendríamos que hacer desde hacía tanto tiempo que, al final, no ha resultado tan devastador. Pero tiempo al tiempo.


2: La toalla

La segunda mañana de nuestras vacaciones en el Caribe, me despierto ofuscada y con una sensación acuciante de desgana. Me cuesta unos segundos ubicarme. Unos intensos rayos de sol se filtran, con descaro, por las cortinas mal cerradas de la habitación. 
Me quedo absorta mirando el techo blanco e impoluto y el ventilador, que cuelga de él. Me abstraigo en la cadencia de las aspas. Espabilándome. Pensando. Suspirando. Recordando. Llorando en silencio, pero con muchas ganas de ser feliz de nuevo. De tener algo en la vida que me dé fuerzas y me ayude a soñar otra vez.
Desayuno en el bufé del comedor principal con mi hermana y le digo a todo que sí, entre ruidos de golpes de vajilla y conversaciones ajenas, hasta que se pone a parlotear sobre la agenda de actividades (playa/piscina/chiringuito) para el día de hoy. Entonces, la interrumpo. Se me ha ocurrido un plan mejor.
—Me apetece ir al spa.
—¿Al spa? ¿Estás loca? Con este solazo de escándalo, ¿te quieres meter entre cuatro paredes?
—Quiero relajarme bajo los chorros y mejorar mi actividad cardiovascular.
—¿Tu actividad cardio… quéé? Te has estudiado el folleto del hotel, ¿verdad? —No me deja contestar—. Tú lo que quieres es encogerte en tu mundo y no tenerme a mí a tu alrededor para que te incordie. Que nos conocemos, Penny. Actividad cardio… vascular dice…, será posible —murmura por lo bajo mientras se termina el zumo de naranja.
Es bastante probable que tenga razón, sí. Me apetece estar sola. Sola con mis pensamientos, con mis recuerdos y con mis propósitos. Parece increíble, pero, con el ajetreo diario, apenas me queda tiempo para reflexionar. Y sé que ese ha sido el objetivo de los últimos años, pero, en ocasiones como la de hoy, me apetece evocar mi pasado y organizar mi futuro: las clases en la universidad, el regreso a la casa en la que vivimos en Oxford cuando papá trabajaba allí…
—Deja de pensar tanto, Penny. Te va a explotar la cabeza.
—¡Pero si apenas pienso! —me quejo.
—Más de lo que crees. Y no me gusta dejarte sola.
—No tenemos que ir juntas a todas partes, Anna.
—Ya lo sé, pero…
La interrumpo de nuevo.
—Pues decidido, tú te vas a la playa y yo, al spa. Quedamos a la hora de comer en la habitación.
Suspira y me mira con desagrado.
—Está bien —claudica, por fin.
En el spa, paso unas horas tranquilas pero intensas. Quien afirme que la bañera de hidromasaje a cuarenta grados de temperatura no lo deja a uno con el cuerpo baldado es que miente. O es un superhéroe. Es imposible salir de aquí revitalizada; más bien, sales agotada al extremo.
Cojo la toalla, que he dejado encima de una de las hamacas, que descansan a la salida de la bañera infernal, y me dirijo a las duchas. Necesito agua templada. No me aventuro a decir fría, porque, aunque ahora mismo esté aplatanada por el calor, sé que, al mínimo roce con el agua gélida, mi cuerpo va a dar un paso atrás.
Me meto debajo de la ducha y la gozo. Sí, la gozo. No sé cuánto tiempo estoy, pero, cuando mis dedos comienzan a arrugarse, empiezo a preocuparme. Apago el grifo. Voy a coger la toalla para secarme y me doy cuenta de algo. De varias cosas, en realidad.
Primero: solo tengo una toalla. No tengo una para el pelo y otra para el cuerpo. No. Solo una. U-NA. 
Segundo: no tengo nada para vestirme. Solo el bikini empapado y con un olor terrible a cloro mezclado con agua calentorra. No me lo pongo ni loca; prefiero ir desnuda.
Tercero: mi ropa está al otro lado de la piscina. En los vestuarios. Pero ¿qué distribución es esta? Las duchas deberían estar dentro de los vestuarios y no aquí, en medio de la nada.
Cuarto (y esta es a posteriori): debería haberme replanteado más a fondo la segunda opción y no decir tan a la ligera prefiero ir desnuda.
Me escurro bien el pelo con las manos y me coloco la toalla blanca, con el logotipo del hotel, en el cuerpo. Levanto los brazos y me la ajusto por encima del pecho. Hago un pequeño (y poco consistente) nudo debajo de mi axila izquierda y salgo.
Camino despacio y sujeto la toalla con las manos hasta que cruzo la piscina y los veo.
Veo a tres chicos. 
No me fijo en sus rostros, tampoco podría, porque están jugando y haciéndose aguadillas entre ellos de espaldas a mí, pero son buenas espaldas. Seguro que son guapos. Tienen toda la pinta. Aunque no les haya visto la cara, estas cosas se intuyen. Tengo treinta años y, a esta edad (o, al menos, en mi caso), todavía andan las hormonas revolucionadas en lo que a chicos atractivos se refiere, por lo que una especie de orden involuntaria llega a mi cerebro: hay chicos interesantesponte derecha y camina con la cabeza alta. Y eso hago. Me yergo y camino por delante de ellos, haciéndome la seductora. 
El supermomentazo ocurre en el preciso momento en que los chicos dejan de jugar y me miran. Supongo que para ellos es inevitable observar a una chica, más o menos de su edad, pavoneándose en toalla delante de ellos.
Siento cómo el amago de nudo que tengo debajo de mi axila cede y cede hasta que… cae. 
Sí, cae. La toalla cae sin que pueda evitarlo. Tardo exactamente un segundo (o incluso menos) en cogerla al vuelo y colocármela de nuevo, pero ese segundo ha sido suficiente. Suficiente para que los tres chicos reaccionen.
En primer lugar, viene el silencio. Y la quietud. Cesan los sonidos en la piscina y el chapoteo del agua. Se acabaron los chap, chap, chap. Aunque esta primera fase no dura demasiado, porque, en segundo y último lugar, llegan los aplausos y los vítores.
Mi rostro comienza a calentarse hasta alcanzar incluso más grados que los de la propia piscina climatizada. «En buena hora, Penny». Lo siento arder y transportar el calor al resto de mi cuerpo. El corazón me va a mil por hora y siento cómo golpea en mi interior. Creo que quiere salir a galope tendido y escapar de este lugar, pero mi cerebro no responde. Hasta que lo hace y da la orden a mis piernas para que salgan pitando de allí. 
Echo a andar, lo más digna que puedo, con la cabeza alta y sujetando la toalla, muy fuerte, con las manos. Esta vez, sí. Una y no más.
Y todo esto en un segundo. 
—¡Eh, morenita! ¿Necesitas ayuda con esa toalla? me pregunta uno de ellos.
—¡Aboguemos por un mundo sin toallas!
—¡¡¡Sííí!!!
—¡Y por las chicas que se quedan desnudas delante de tus narices!
—¡¡¡Sííí!!!
—¿Habéis visto qué tetas?
—¡¡¡Sííí!!!
Escucho cómo se ríen las gracias entre ellos y se dan palmaditas en la espalda.
Capullos.
Me hubiera gustado soltarles alguna frase rimbombante, pero lo único que me sale es meter el rabo entre las piernas y huir despavorida.
Después de vestirme en menos de un minuto, salgo del spa y corro hasta la habitación. Meto la tarjeta, cierro la puerta y me apoyo en ella; respirando por fin y sintiéndome a salvo. 
—¿Qué ha pasado? —me pregunta mi hermana en cuanto me ve.
—Necesito hacerme un trasplante de cara, con efecto inmediato.
«¿De cara? ¿De verdad crees que se han fijado en tu cara? Alma cándida».
—¿Por qué?
—Ha sido horrible.
—Penny, estás empezando a preocuparme. ¿Qué ha ocurrido?
—Se me ha caído la toalla delante de un montón de chicos.
—¿Qué? 
—Lo que has oído. Tal cual.
—Vale. Explícame mejor lo de se me ha caído la toalla y lo de un montón de chicos.
Se lo explico, de manera atropellada, aún sin creerme que me haya pasado a mí.
—He tenido que ir en toalla desde las duchas hasta los vestuarios, y, al pasar por la piscina delante de un montón de chicos —énfasis en esa parte—, se me ha caído. Se me ha desatado y ha… caído. Ha caído, Anna. ¡Se me ha caído la toalla y debajo no llevaba nada! ¡Acababa de salir de la ducha! ¡Iba desnuda! ¡En cueros! ¡En pelota picada!
Mi hermana tarda unos segundos en reaccionar; al principio me mira con sorpresa, incluso con los ojos algo fuera de sus órbitas, pero enseguida rompe a reír. Pero a reír de verdad. De cuando te sale de lo más profundo de tu ser. De cuando te cuesta dejar de hacerlo porque la risa te posee por completo. De cuando te duele el maldito estómago.
—Te he entendido a la primera, Penny —me dice entre risas.
—¡No te rías!
Comienza a dar vueltas por la habitación y mueve las manos en un intento de frenar las risotadas, pero es imposible. Lo que he dicho, está poseída.
—Te prometo que lo intento, pero es que… —ella misma se interrumpe con sus carcajadas.
Abandono mi cómoda posición contra la pared y me meto en la habitación; voy directa a la cama y me dejo caer de espaldas. Me tapo los ojos con el brazo. Todo muy dramático. 
—¿Cuántos eran?
—Muchos.
—Muchos, ¿cuántos? ¿Veinte?
¡Carámbanos, veinte! ¡Me da un patatús! La miro espantada.
—No, menos.
—¿Cuántos? ¿Diez?
—Menos —reconozco entre dientes.
—Penélope…
—Tres… ¡Pero parecían treinta! —me defiendo—. Han empezado a decirme… ¡cosas! y a reírse.
Más risas. Me acerco y le arreo en el brazo con un cojín.
—¡Que dejes de reírte!
—Sí, sí, te prometo que, dentro de un rato, dejaré de hacerlo.
¿Dentro de un rato? La fulmino con la mirada.
—Oye, ¿no habrás dejado caer la toalla a propósito?
—¡Claro que no! ¡Por el Descubrimiento del Fuego que no! ¡¿Cómo se te ocurre?!
—Primero, tienes que contenerte a la hora de usar esas expresiones tuyas de friki por la Historia. —Sí, sí, lo sé. Anna siempre me echa en cara mis absurdas expresiones y mi manera de hablar, pero es una manía que me cuesta evitar—. Y, segundo, como ayer te dije que necesitabas sexo…
—Créeme. Te ignoré.
—Háblame de esos chicos.
Se lo cuento todo. Incluso el momento hormona que me ha obligado a descuidar la toalla. 
—Qué fastidio, ahora me arrepiento de no haber insistido en acompañarte para mejorar mi actividad cardiovascular.
No le contesto. Me coloco boca abajo y escondo la cabeza en la almohada.
—Arggg.
—No vas a volver al spa, ¿verdad?
—Verdad —le confirmo—. Me lo vas a restregar toda la vida, ¿verdad?
—Verdad.
Después de comer, y de una larga siesta (en la que revivo el momento toalla una y otra vez), me dejo convencer por mi hermana para ir más tarde a un famoso local cerca del hotel: el Coco Bongo. Se trata de una réplica de la discoteca donde se rodó la película La máscara, de Jim Carrey. 
Cenamos algo rápido y nos ponemos guapas: nos vestimos con minifaldas y camisetas de tirantes, nos peinamos la una a la otra y nos calzamos las bailarinas.
Un autobús nos espera en la entrada del hotel y nos lleva al lugar. No tardamos demasiado en llegar. Está muy cerca. Cuando me bajo del bus, la veo.
Es enorme. Y muy muy rara. Tiene la apariencia de una casa sacada de alguna película estrambótica con tantos colores que adornan la fachada (blanco, azul, verde), con las puertas y ventanas de color rojo, y con plantas, balcones y minitejados de paja por doquier. La música se escucha desde fuera. Me vuelvo hacia Anna y la escruto con la mirada.
—No pongas esa cara; aunque tenga una pinta un tanto extraña, por dentro debe de estar genial.
Y lo está. Si desde fuera se veía grande, desde dentro lo parece aun más. Es rectangular, y la planta baja tan solo tiene una barra minúscula para pedir bebidas en una de las esquinas, un escenario enorme al fondo, al que se accede a través de tres escalones, y una pista cuadrada en el medio de la estancia. El resto de pisos (miro hacia arriba y cuento hasta cinco) están vacíos, excepto por los balcones que asoman al gran hueco que se crea hasta la parte superior del edificio, y en los que la gente baila y observa el espectáculo. Del altísimo techo cuelgan cuerdas y arneses, como si alguien los usara para ir de un extremo al otro del local a lo Tarzán. 
Me acerco a la barra mientras mi hermana va al cuarto de baño y le pido al camarero un par de combinados. Durante el tiempo en que se mueve por el pequeño habitáculo para preparar las bebidas, yo aprovecho para apoyar la espalda en el borde y echar una ojeada al ambiente del local. Está a tope. Como la música. Que, por cierto, no está mal. Si eres de los que disfrutan con los grandes éxitos de Los Cuarenta Principales como yo. Eso sí, son antiguas. Ahora mismo suena Poker Face, de Lady Gaga.
Observo, aburrida, a los bailarines que rodean la pista central hasta que algo (o alguien) me llama la atención. Cuando descubro lo que es, abro los ojos de manera desmesurada.
¡Es el chico del bañador naranja! 
¡¿Qué hace aquí?! 
Y ¿por qué me mira de esa manera tan… insolente? 
¿¿¿Y por qué se está acercando a mí???
Can't read my.
Can't read my.
No he can't read my poker face.
(She's got me like nobody).
Can't read my.
Can't read my.
No he can't read my poker face.
(She is gonna let nobody).
Se coloca a mi lado y me observa sin turbación ninguna. Yo lo miro de reojo, confundida. Descubro que no me equivoqué la primera vez que lo vi: tiene los ojos azules.
—Tú eres la chica de la toalla.
¿¿Perdona??
P-p-p-poker face, p-p-p-poker face.
(Muh muh muh muh).
P-p-p-poker face, p-p-p-poker face.
(Muh muh muh muh).



...

Continúa el 1 de febrero... AQUÍ.

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