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lunes, 17 de junio de 2019

Primeros capítulos de Aquel último verano



Y, sin más preámbulos, aquí os dejo el inicio de Aquel último verano. ¡Espero que os guste!



Prólogo



Y los meses fueron mudando; se sucedieron los unos a los otros y el verano llegó. El verano que no tuvo color. Ni canciones.
Lo único que marchaba bien en la vida de Priscila Cabana era el trabajo, que, a pesar del comienzo desastroso, mejoró con rapidez. Poder esconderse del mundo a través del humor, del ingenio y de la risa fácil le había salvado la mitad de la vida. Y lo había hecho en más de un sentido, no solo en el laboral.
Celebró su nuevo contrato con Jaime, con el que había entablado una buena amistad, una amistad que cada día se tornaba más sólida. Una amistad que le había salvado la otra mitad de su vida.
Y así había sobrevivido.
Es cierto que la mente de Priscila se derrumbaba cada vez que recordaba aquello que sucedió. Por eso dejó de recordar. Dejó de recordar aquel último verano.
En el otro lado del océano, en un pueblo alicantino, Alexander St. Claire vivía el final del verano de otra manera. Se encontraba sentado, vestido con un bañador de rayas blanco y azul y una camiseta blanca, en unos maderos que se levantaban desde el agua en los muelles, a la orilla del mar; con la vista dirigida a la masa de agua salada mientras la rabia y el odio lo dominaban y se lo llevaban todo: el sentido común, la tranquilidad, el amor y los buenos recuerdos. 
Sobre todo, los buenos recuerdos.
Los recuerdos de aquellos veranos que habían decidido su destino. Los enterró, los ahogó en el agua, junto a la imagen de ella. A ella, a la que odiaba por encima de todo. A Priscila. 
La odiaba por lo que le había arrebatado. Por no dejarle nada. 
Los buenos momentos, los felices, se borraron de su mente. Y se juró que la odiaría durante el resto de su vida.
Y aquello sería todo lo que recordaría. Solo lo malo, solo aquel último verano.


Verano de 1995


En un pueblo alicantino…


Alex y Priscila se conocieron el verano de 1995. Un verano en el que sonaban canciones como Scatman’s World, WonderwallBoombastic, aunque las que más le gustaban a ella eran las que retumbaban en la cocina cuando su madre escuchaba la radio, y no sus hermanos: Back for Good, de Take That, o Ironic, de Alanis Morissette. 
Ese verano coincidió con el hecho de que la familia materna (el abuelo, por concretar más) de Alexander St. Claire cediera la dirección del diario más leído de toda la Costa Blanca a su padre —casado con la hija primogénita y heredera del imperio periodístico—, y que se trasladaran al lugar desde Londres, que era donde vivían hasta ese momento. 
Un diario que empezó siendo un pequeño periódico de pueblo y que se convirtió en un noticiero monstruoso con el transcurso de los años. Pero el corazón y el origen seguían estando en ese pueblo, donde los abuelos de Alex, ya retirados, vivían tranquilos en una casita en la montaña, hecho que enorgullecía a cada lugareño.
La abuela de Alex no quería que su hija viviera a tantísima distancia, para ella Londres era muy muy lejos, y persuadió a su marido para la toma de decisión. Determinaron darle el puesto al padre del muchacho, y no a la madre, porque consideraban que así le dejaban tiempo a ella para criar y disfrutar de sus hijos. 
Pero el amor de ella por su trabajo fue más fuerte que el amor por sus hijos, por lo que no sirvió de mucho. No hubo cambios en la vida de Alex en ese sentido.
Priscila tan solo tenía cinco años —el treinta y uno de diciembre cumpliría los seis—, pero algo le palpitó en el pecho, algo a lo que jamás sabría darle nombre, cuando descubrió a su nuevo vecino.
La niña vivía en una urbanización privada compuesta por veinte viviendas unifamiliares y por varias zonas comunes para cada vecino; entre ellas, la piscina.
Aquella mañana despejada (como casi todas) de julio, Priscila se encontraba jugando dentro del agua de la piscina pequeña con sus cuatro hermanos mayores: River, Marcos, Hugo y Adrián, de mayor a menor, cuando escucharon el sonido inconfundible de una furgoneta que se acercaba; de cuatro, en realidad. 
Ellos cinco eran los únicos habitantes de la zona común; a las diez de la mañana pocos bañistas se acercaban por allí a causa de la precaria fuerza del sol, pero los padres de los cinco hermanos se habían rendido tiempo atrás: sus hijos eran acuáticos, lloviera, tronara o nevara.
Salieron de la piscina —Priscila la última—, dejaron un reguero de agua a su paso y se asomaron por uno de los huecos que había entre los tablones de madera situados en posición vertical y que delimitaban la zona de la piscina de las viviendas; el ruido venía de esa parte. 
River, de pie, metió la cabeza por el agujero y sus hermanos lo fueron imitando cada cual más abajo. Para cuando llegó Priscila, tuvo que ponerse de rodillas porque apenas había espacio. Se empujaron los unos a los otros hasta que encontraron una posición cómoda para todos. Priscila se estremeció a causa del contacto con la piel fría de Adrián y la nariz se le colmó del olor a madera y cloro al apoyarla en uno de los tablones. 
—Son los vecinos nuevos —dijo el mayor, que, con trece años, estaba bastante al corriente de las novedades de la urbanización. Puede que también influyera el hecho de que su medionovia antes viviera en esa casa, la que estaba enfrente de la suya, y tuviera información de primera mano.
—Parece que tienen dos hijos, no veo a ninguna chica —afirmó el segundo, de once años.
—¡Toma! —gritaron los cuatro hermanos al unísono. 
Priscila, como hermana pequeña de cuatro chicos, estaba bastante harta de hombres, como los llamaba ella a su tierna edad, pero aquel chiquillo de pelo castaño despeinado y aspecto desgarbado que estaba al otro lado de la carretera le pareció un ángel. Y eso que ella siempre había pensado que los ángeles eran rubios.
El corazón le hizo bum, y sonrió, aunque tampoco supo el motivo.
Alex, de ocho años y con un hermano diez años mayor que él, estaba acostumbrado a hacerse el interesante e ir de sobrado por la vida; la excusa era que lo había aprendido de John, el hermano, pero, en realidad, no era más que una coraza, así que, cuando sus miradas se encontraron por primera vez —no fue complicado para el muchacho descubrir las cabezas de los cinco hermanos a través de los tablones—, miró a Priscila por encima del hombro sin devolverle la sonrisa y adoptó una postura chulesca; si algo había aprendido en la vida era a pavonearse delante de los chicos y, más aún, de las chicas. 
Ese fue el primer año de su vida que Priscila comenzó a ver el verano de diferentes colores. Aquel fue verde. Qué curioso. Igual que la camiseta de Alex.
Tardaron otro año en cruzar la segunda mirada de sus vidas, a pesar de ser vecinos y de que el destino quiso que estudiaran en el mismo colegio.


El regreso al pueblo natal


En la actualidad. Verano de 2016. En el mismo pueblo alicantino. 


Tras pagarle la carrera al conductor, abro la portezuela del viejo y destartalado taxi que hemos tomado a la salida del aeropuerto y enfilo rumbo hacia Cala Medusa, hacia mi cala, sin molestarme en coger las maletas ni en decir adiós. El ansia me puede. Han pasado casi cuatro años desde que me fui para no volver. 
Y aquí estoy.
Atravieso el camino de tierra del bosque sempiterno habitado por árboles de colores y abundantes matas desordenadas. El movimiento de mis pies al andar es ligero, ágil, y, para cuando llego a mi destino, me he desprendido de casi cada prenda de ropa que llevaba encima; han ido cayendo a la tierra, primero, y a la arena, después, dejando una estela de vestuario que marca la ruta para que Jaime me encuentre una vez haya puesto a salvo nuestro equipaje.
Cierro los ojos e inhalo con fuerza el aire que me rodea en cuanto apoyo las plantas de los pies en la arena humedecida por el agua de la orilla de la cala: huele a salitre, a clorofila, a calor y a… hogar.
Necesitaba venir aquí en primer lugar, antes que a ningún otro sitio. Antes que a casa de mis padres. Y si hubieran venido a recogernos al aeropuerto, no habría sido posible, por eso los he disuadido para no ir y he quedado aquí con mi hermano Adrián. MiAdrián.
—Bienvenida a casa, Priscila —pronuncio en voz baja. Muy baja.
Sin pensarlo, me meto en el agua a todo correr y me lanzo de cabeza contra la primera ola que me recibe. Había olvidado lo calientes que son estas aguas y la sensación de verme las manos debajo de ellas, reflejadas por el sol de junio; de agarrar la arena a puñados y soltarla poco a poco; de sentir el sabor del mar en los labios y en cada célula de mi ser. Y el silencio.
Había olvidado tantas cosas… 
Pero aquí dentro se siente como si nunca me hubiera marchado, como si no hubieran pasado los años. En verdad, mis manos son idénticas ahora, con veintiséis años, que con veintidós, y las aguas cristalinas y el propio sol también son los mismos. Entonces, ¿qué ha significado este lapso de cuatro años?
—¡Pris! ¿Qué cojones haces ahí dentro? —Escucho la voz de mi compañero de trabajo, de piso, y mejor amigo, cuando emerjo en busca de aire para respirar.
Me giro y lo saludo con la mano.
—¡Vamos, Jaime! ¡Métete!
Jaime es de Valladolid, pero lleva años viviendo y trabajando en Estados Unidos. Y mentiría si no dijera que se me antoja extrañísimo estar aquí con él. Es como si mis dos mundos se alinearan en paralelo de repente. Como si estuvieran a punto de fusionarse. Mi pasado y mi presente.
—¿Estás loca? ¡Estamos en tu pueblo y no parece muy grande! ¡No es como bañarse en pelotas en el lago Tahoe!
—¡Aquí casi nunca viene nadie! ¡Hay muchas medusas!
Por algo se llama Cala Medusa, aunque no es su nombre oficial. Tan solo el que le pusimos mi familia y yo, y que luego adoptó… él. 
Desecho la imagen que, muy valiente, se proponía cruzar el muro de contención que levanté para todo aquello que sucedió a finales del verano de 2012 y continúo disfrutando de mi cala.
—¿Medusas? Joder, ahora sí que no me meto ni de coña.
Dejo la quietud y el sosiego del agua y me acerco a Jaime para obligarlo a bañarse conmigo; necesito compartir esto con él, pero, en cuanto intuye mis intenciones, sale corriendo en dirección contraria. Voy detrás de él y siento la ropa interior pegada a mi cuerpo y como la arena se queda adherida a mis pies mojados. Por suerte para mí, Jaime tropieza con un leño del suelo y lo alcanzo. Tardo un minuto en dejarlo solo con el bóxer puesto y convencerlo para que me acompañe a la orilla. Y un minuto más en empujarlo y empaparlo de pies a cabeza.
—¡Joder! Está buenísima —me dice con asombro.
—Lo sé.
—¿Y las medusas?
—No te preocupes por ellas, enseguida las veo venir; conozco esta cala como la palma de mi mano. Además, son pequeñas y tampoco hacen gran cosa. Yo te protejo, chico del interior.
Nos reímos y jugamos a sumergirnos la cabeza el uno al otro mientras el sol de las dos del mediodía nos abrasa la espalda y nos obliga a permanecer dentro del agua hasta que…
—¡Eh! ¡Vosotros dos! ¡¡Eh!! ¡¡Salid del agua con efecto inmediato!!
El pulso se me detiene al instante, se me hiela igual que si congeláramos un líquido en un segundo por arte de magia. ¡Oh, madre mía! Esa voz… es su voz. A pesar del tiempo transcurrido, la reconocería aunque escuchara miles de sonidos al unísono. ¡Es él! 
El corazón comienza a latirme tan deprisa que temo no poder controlarlo. Y los temblores que lo acompañan son aún peores porque saltan a la vista de cualquiera. Podría disimular y decir que son a causa del baño, pero no colaría; hace demasiado calor como para estremecerse por el frío.
Me vuelvo hacia el grito y coloco la mano en la frente para tapar los reflejos del sol, y, así, poder distinguir la figura que nos habla desde la orilla con un megáfono en la mano, a pesar de que estoy segura de que es él. No puedo creerme que tenga tanta mala suerte. De los casi diez mil habitantes de este pueblo, tenía que ser precisamente él el primero al que me encuentro tras mi vuelta. Pero ¡si acabo de llegar! ¡Apenas llevo cinco malditos minutos!
—¿Quién es ese? —me pregunta Jaime con la frente arrugada y el pelo chorreando a causa de las zambullidas—. ¿Nos está gritando a nosotros? 
—Sí. ¡Escóndete!
—¿Qué? ¿Dónde?
Empujo su cabeza hacia las profundidades, hasta que quedamos de rodillas, y me coloco el dedo índice en la boca, indicándole a Jaime que guarde silencio y que aguante la respiración y no salga. Me concentro en controlar los temblores y el movimiento frenético de mi corazón sin éxito. Los ojos me escuecen a causa de la exposición al agua salada y veo a Jaime borroso, a pesar de lo cristalinas que son estas aguas. Intuyo que me mira como si estuviera chiflada con cara de: «No sé cuánto tiempo pretendes estar aquí abajo, pero mi capacidad pulmonar no aguanta ni para un minuto».
Yo resisto más, bastante más, y todo gracias al chico que nos espera impaciente en la orilla, pero cuando mi amigo sale a la superficie tengo que hacerlo con él.
—¡He dicho que salgáis del agua! —Es obvio que mi plan de escondernos no ha dado resultado porque el del megáfono continúa gritándonos—. ¡No me obliguéis a entrar por vosotros! ¡Está prohibido bañarse aquí!
—Parece un socorrista… —me dice mi amigo una vez fuera del agua.
Sí que lo parece. No sabía que ahora se dedicaba a eso. Lo de que está prohibido el baño, sí, quizá haya atenuado el tema de las medusas…, pero es algo que nunca me había frenado. Y tampoco a él. Al socorrista.
Reacia, acompaño a Jaime hasta la orilla, y veo el momento, el momento preciso, en que nuestro visitante me reconoce; distingo como le muda la expresión de su rostro de cabreado con indiferencia a… atónito, incrédulo. Afectado. Aunque lo disimula bien; siempre ha sido bastante bueno en el arte de esconder sus emociones.
—Disculpa —le dice Jaime, ignorando el torrente de sentimientos que nos rodea al del bañador rojo y a mí—, no sabíamos que estaba prohibido el baño aquí.
—Ella —contesta el otro a la vez que me señala con el megáfono con indolencia y adopta una de sus posturas más chulescas— sí lo sabía. Me consta.
—Ya, verás —comienza a explicarle Jaime—, mi amiga no venía por aquí desde años atrás y…
—Cuatro años —lo interrumpe, cortante, con la voz distante y fría. Como todo él.
Yo no puedo dejar de observarlo al detalle. Mi cerebro registra, palmo a palmo, los cambios que se han dado en su apariencia. El cabello castaño algo más largo, el reflejo de una brecha antigua a la altura de la ceja derecha, justo encima de otra que sí conozco, la manera en que me mira, que no es, ni de lejos, la de cuatro años atrás. Mi cerebro también reconoce las semejanzas: los ojos oscuros, casi negros, brillantes y expresivos, el bronceado de su piel, los músculos definidos de su cuerpo, el pelo alborotado y desordenado. 
—Eh, sí…, creo que sí —responde mi amigo, confundido.
—¿Y qué te ha traído de vuelta?
Se dirige a mí por primera vez, y, cuando nuestros ojos se encuentran…, cuando lo hacen, los cuatro años desaparecen y los mismos sentimientos que padecí la última vez que lo vi me arrasan: dolor, decepción, miedo, furia. Y yo pensando que los había enterrado en lo más profundo, que me encontraría segura en este regreso a mi ciudad de origen porque no siento nada, porque no recuerdo nada. 
Como colofón a esta ojeada retrospectiva hacia el pasado acuden también a mí otras sensaciones, aquellas que inundaban mi ser antes de que llegara el tormento y todo lo demás. Por suerte —o por práctica, no lo tengo claro—, reacciono a tiempo y las mantengo en prisión tal y como llevo haciendo tantos años.
Y me doy cuenta de que estoy en ropa interior, mojada por completo desde la punta del pie hasta el último pelo de la cabeza y expuesta ante él. Me cubro los pechos con las manos por inercia en el mismo instante en que Jaime se coloca delante de mí en un intento de protegerme con su cuerpo.
—No te molestes —le dice el socorrista con sorna—, no hay nada que no haya visto antes infinidad de veces.
—¿Qué? —me pregunta mi amigo, girándose hacia mí.
—¿Es cosa mía o las tienes más pequeñas? —persiste el otro sin darme tregua—. Las tetas, digo.
No tengo ocasión de responder, casi ni de reaccionar ante su último comentario, porque, antes de que se me ocurra algo ingenioso que contestar, se aleja de camino al bosque.
—Bienvenida a casa, Reina del Desierto. ¡Y no volváis a meteros en el agua! —grita desde la distancia sin darse la vuelta.
Me quedo ensimismada, contemplando como se distancia de nosotros. Intentando que me venga a la boca esa réplica que necesito, pero me temo que ya está demasiado lejos como para escucharme. Desisto. 
En mi cabeza este encuentro no sucedía así. He fantaseado durante meses con la posibilidad de que no nos tropezáramos nunca, pero el hecho de que fuéramos a vivir en la misma localidad durante trece semanas y media —como en la película de Kim Basinger— me hizo recapacitar y prepararme mentalmente para cuando sucediera. 
Aún hoy, subida en el avión, tenía dudas de cuál iba a ser mi proceder; no sabía si me mostraría indignada, impasible, o si me escondería, una vez más, bajo el manto protector del chiste fácil que me proporciona mi trabajo a diario y que he aprendido a utilizar en mi vida privada. Pensé que disponía de días para decidirme, o incluso de semanas, pero no ha sido así, y, como me ha pillado por sorpresa, no he hecho ni lo uno ni lo otro: solo me he quedado ahí parada, absorbiendo sus disparos cargados de mala hostia de la buena sin rechistar. 
Parecía enfadado. Enfadado conmigo. No lo entiendo. Después de lo que sucedió, resulta que, ahora, ¿él se muestra molesto? Debería haber sido al revés.
—Ey —me dice Jaime, frotándome los brazos con cariño—, estás temblando. ¿Tienes frío?
—Sí —miento. O tal vez no es una mentira absoluta, porque estoy helada, aunque no tenga nada que ver con la temperatura de mi cuerpo. Al menos el martilleo del corazón se ha relajado una vez él se ha marchado—. Vámonos.
Todavía bufo a causa de la sorpresa y la indignación cuando llegamos a la entrada del bosque donde se encuentran nuestras maletas tiradas de cualquier manera en la arena. Me siento en una de ellas mientras me visto y esperamos a que venga mi hermano a buscarnos.
—Mmm… el socorrista buenorro y tú os conocéis, ¿no? —me pregunta Jaime. Demasiado estaba tardando.
—Algo —suspiro y me sujeto el pelo con la goma negra que llevo en la muñeca—. Es un rollo del pasado.
No quiero entrar en detalles.
—Mmm…
Pero él sí quiere entrar en detalles. 
—Fue mi primer beso sin lengua a los siete años —confieso a la vez que me cruzo de brazos. Se me ha empapado la ropa en cuanto me la he puesto, pero hace tanto calor que incluso lo agradezco.
—Mmm…
¿Más detalles?
—Y mi primer beso con lengua a los doce.
—¿Mmm? —insiste.
—¡Está bien! —acepto, elevando las manos al cielo—. ¡También fue mi primera vez y mi primer novio!
—¡Hasta que lo sueltas! —me dice, imitando mi gesto de elevar las manos al cielo—. Era imposible que supiera el tamaño de tus tetas por unos simples y castos besos.
«Depende de los besos», estoy a punto de rebatirle, pero nuestra conversación se ve interrumpida por el sonido de las hojas y las ramas caídas de los árboles al ser pisadas: alguien se acerca por el bosque.
—¡Adrián! —Me levanto de la maleta y voy corriendo a recibir a mi hermano.
—Hola, hermanita.
Me acoge con los brazos abiertos y escondo la cabeza en su cuello una vez los cierne sobre mí. Lo que más he echado en falta desde que me marché es a él, a pesar de que ha venido a verme siempre que ha podido; la última vez hace poco menos de un mes. Estar ahora aquí con Adrián es como regresar al pasado. A un pasado dichoso, a cuando no éramos más que unos críos.
He sido una niña feliz, he tenido una infancia buena rodeada de mis cuatro hermanos, pero sobre todo de Adrián; solo nos llevamos trescientos sesenta y cuatro días y siempre hemos ido juntos a todas partes, incluso a clase, desde el aula de los dos años hasta la universidad, donde nos separamos. Hoy en día, él es mi mayor apoyo.
—Ejem —mi amigo imita un carraspeo a propósito—, ¿a mí no me dices hola, rubio?
Nos desenredamos el uno del otro y dejo que Adrián y Jaime se saluden.
—Adrián, hacía muchísimo tiempo que no coincidías con Jaime —le digo a mi hermano, señalando a mi mejor amigo.
—Unos tres años —nos dice Adrián a ambos, ofreciéndole la mano a él.
Mi hermano y Jaime vivieron juntos durante una semana cuando yo me mudé al apartamento de mi amigo, pero no habían vuelto a encontrarse. Siempre que mi familia iba a Boston a pasar las navidades conmigo, Jaime estaba en Valladolid con su familia. Y en alguna otra ocasión en que Adrián ha venido a visitarme fuera de esas fechas, como la última vez, por azares de la vida —o a causa de una semana de trabajo de Jaime fuera de la ciudad—, no se han encontrado.
—Tres años y ocho meses, día arriba, día abajo —nos especifica Jaime en cuanto suelta la mano de Adrián—. Imposible no llevar la cuenta del tiempo que llevo sin ver esa cara tan bonita.
Mi hermano lo mira sin mutar la expresión de su rostro y emprende el camino hacia su coche con un par de maletas en la mano, instándonos a que lo sigamos. Siempre ha sido bastante inmune a lo que opinan los demás de él, tanto de lo malo como de lo bueno. De hecho, su mayor lema es: «Chúpame un cojón»; vamos, que se la suda todo.
Una vez montados en el coche y de camino a casa de mis progenitores, Jaime continúa con el tema.
—Joder, tu hermano es guapo de pelotas. No lo recordaba tan bien como yo creía. Hasta hace daño a la vista. El resto de vuestra estirpe no lo es tanto.
Me giro desde el asiento del copiloto para enfrentarlo.
—Todos mis hermanos son guapos —declaro con seguridad. Y no lo digo porque sean mi familia, es la verdad. Los cuatro son rubios, unos más que otros. Adrián, por ejemplo, tiene el pelo rubio muy muy rubio, pero a River, con el transcurso de los años, se le ha oscurecido hasta convertirse en un castaño claro con reflejos rubios. Hugo tira más a rubiales como Adrián. Y Marcos lo tiene algo más oscuro, como River.
—Este los supera, Pris. Y, además, tiene esa pinta de protagonista de película de acción hollywoodense que lo hace aún más atractivo.
—¡Coño, que os estoy escuchando, estamos dentro de un coche!
El grito de mi hermano nos corta la conversación. Todos tenemos un límite. 
Charlo con Jaime y le proporciono mil datos del paisaje que vamos viendo por las ventanillas hasta que comienza a sonar una canción en la radio. En cuanto me doy cuenta de cuál es, Here Comes The Sun, de los Beatles, comienzo a moverme al ritmo de los acordes de guitarra de los primeros compases y Adrián lo hace conmigo; los dos nos la sabemos de memoria, somos chicos Beatlestotal.
—«Here comes the sun (doo doo doo doo). Here comes the sun, and I say. It's all right»—cantamos al unísono, incluido el «doo doo doo doo»,e imitamos el movimiento de guitarra de después.
«Little darling, it's been a long cold lonely winter. Little darling, it feels like years since it's been here».
Parecéis sacados de un documental de «visite nuestro pueblo y recuerde los veranos de su infancia» —nos dice Jaime.
«Here comes the sun!».Subimosel volumen de nuestras voces ignorando su comentario—. «Here comes the sun, and I say. It's all right!!».
La hostia…, de modo que así es como os comportáis los pueblerinos…
—Y todavía no has visto nada —le digo yo.
Apoyo el brazo en la ventanilla del Peugeot 308 descapotable de mi hermano y disfruto del aire que me revuelve el cabello y me lo seca a la vez. Me deleito del momento y me estremezco con el paisaje, con los recuerdos y la familiaridad. Contemplo el cielo y recuerdo la última vez que lo vi: era igual de azul, igual de extraordinario, pero yo lo veía negro, triste y decepcionante. Es increíble lo que puede cambiar la percepción de una misma imagen, o una misma idea, según nuestro estado de ánimo.
Veinte minutos después, subimos la estrecha cuesta que nos lleva a la urbanización de mis padres, donde hemos vivido toda la vida, y poco más tarde:
—Ya hemos llegado —le anuncio a Jaime saliendo del coche, extasiada, y abriéndole la puerta.
—Así que aquí es donde se crio mi pequeña Pris —me dice Jaime, observándolo todo con atención.
—Aquí es.
Veo sus ojos detenerse en la vivienda unifamiliar del color del sol con una sonrisa en la boca. Y yo hago lo mismo. Siempre me ha gustado mi casa, es bonita y acogedora, aunque reconozco que en ocasiones se quedaba algo pequeña para un matrimonio con cinco hijos muy revoltosos y con tendencia a guardar sus trastos como si fueran tesoros.
Mis padres y mis otros tres hermanos salen a recibirnos por la puerta principal que da al pequeño jardín delantero; han debido de oír el motor del coche. Nos abrazamos todos con todos y nos damos besos en la cara. Muchos besos. Así somos los Cabana: besucones y empalagosos. No los veía desde las navidades pasadas, sin embargo, al mantener contacto diario mediante llamadas por Skype y demás redes sociales, se hace un poquito menos doloroso. 
A mis padres y a mis tres hermanos mayores siempre les ha gustado Jaime (a Adrián no); tuvieron un flechazo mutuo al conocerlo en su primera visita a Boston poco después de que yo aterrizara allí para comenzar como becaria en el periódico en el que sigo colaborando en la actualidad. 
Me encanta mi trabajo allí, soy la creadora de la tira cómica más leída de la ciudad y parte de los alrededores. Se publica cada semana y Jaime es el dibujante estrella del periódico, además de colaborador en varias secciones más. Yo creo las viñetas en mi imaginación y él les da forma sobre el papel. Somos un equipo que encajó desde el primer minuto. En cuestión de meses, pasé de ser la becaria graciosa que hacía chuladas con su ardilla imaginaria, Pristy, a ser la responsable de una de las secciones más buscadas por los lectores. Con el paso del tiempo, comencé también a escribir artículos de actualidad en el periódico, y con ambas facetas me da para vivir.
El trato que hemos hecho Jaime y yo con nuestro jefe para poder venir a España durante todo el verano consiste en que le mandemos «sin demora y con puntualidad», valga la redundancia, las tiras cómicas desde aquí. Nada de artículos, así que hemos tenido que tirar de los ahorros para sobrevivir estos tres meses con tan solo la compensación económica de una parte de nuestro trabajo.
En cuanto cruzamos el umbral de mi casa, el olor a café invade mis sentidos. Mi madre tiene una especie de obsesión por él, por lo que he crecido con su esencia en la cocina, en el salón y hasta en el jardín.
Jaime y yo subimos las anchas escaleras de madera oscura con las maletas a pulso mientras mis padres y hermanos terminan de preparar el aperitivo de bienvenida. En mi familia somos muy de aperitivos para todo.
Cuando entramos en mi habitación, Jaime ahoga un grito. Sigo su mirada y enseguida descubro qué es lo que lo ha sobresaltado. Ah, los dibujos de las paredes. Los había olvidado.
—¡Joder! ¡Qué puta pasada!
Vaya lengua tiene. No me canso de recriminarle por cada palabrota que suelta por la boca, pero él tampoco de escuchar mis quejas, porque sigue haciéndolo.
Dejamos el equipaje en el suelo y observamos las pinturas que decoran los tres tabiques de mi dormitorio, todos menos el del gran ventanal. Fue un trabajo excelente, de muchos meses de duro trabajo, pero mereció la pena. 
Aún recuerdo el olor a pintura con el que tuve que convivir durante semanas y semanas hasta que estuvo terminado. Los dibujos representan las zonas del pueblo que más me gustan: la cala, el Peñón y las vistas que hay desde mi ventana a la casa de enfrente.
—¿Quién lo ha pintado? —me pregunta Jaime.
—Adrián. Lo dibujó cuando teníamos diecisiete años.
—¡No me jodas! ¿En serio?
—Ajá.
—No me habías dicho que pintaba.
—Estudió Bellas Artes en la universidad y el dibujo es su gran pasión.
—Joder… no tenía ni idea. ¿Esa eres tú?
Jaime se acerca a la pintura de la cala y toca con las yemas de los dedos la figura de una niña en bañador que se parece bastante a mí. El pelo largo castaño cobrizo y el lazo gigante que lo adorna dan demasiadas pistas.
—Sí.
A continuación, roza la figura masculina de pelo oscuro y bañador amarillo que está a mi lado. 
—¿Y este quién es?
—El vecino de la casa de enfrente —le digo, sintiendo que se me remueve todo por dentro mientras señalo el dibujo de su casa en la otra pared.
—¿El vecino de la casa de enfrente?
—¿Cómo vais por aquí? El vermú de bienvenida ya está preparado. —Mi padre nos interrumpe asomando la cabeza por la habitación y eso me evita tener que contestar.
En cuanto mi padre ve el lugar donde están las manos de mi amigo, en la cabeza del vecino de la casa de enfrente, me formula la gran pregunta. Como siempre desde los últimos cuatro años.
¿Has hablado con tu marido?
La última palabra retumba en mis oídos y me provoca un gran estremecimiento, uno de los intensos. De los muy intensos. Suspiro e intento restarle importancia con la postura relajada de mi cuerpo y la mueca de indiferencia de mi rostro. No sé si lo consigo.
—La verdad es que sí —contesto afirmativamente a la pregunta, por primera vez en cuatro años.
—¿¿Perdona?? ¿Tu qué? —me grita Jaime, desconcertado, con el dedo aún suspendido sobre la pintura.
—Mi marido —le digo, apuntando con el dedo al chico del dibujo que él acariciaba unos segundos atrás—. El vecino de la casa de enfrente.
—Os esperamos abajo —nos comunica mi padre con cara de circunstancia y regalándome a la vez una disculpa con los ojos. Debía de suponer que a estas alturas de la vida se lo habría contado todo a Jaime, pero no. Mi vida de antes de llegar al continente americano ha permanecido en el absoluto secreto para mi mejor amigo, y podría decirse que incluso para mí.
Me siento en la cama entre suspiros, en la cama de mi infancia, y, en cuanto escuchamos el clic de la puerta al cerrarse, comienza el interrogatorio.
—¡Joder! ¿¿Estás casada?? ¿No es una de vuestras bromas Cabana?
Jaime ha sido testigo durante los últimos años de las llamadas semanales con mis hermanos, de las horas que solemos pasarnos al teléfono y de lo bromistas que nos gusta ponernos en ocasiones, pero, esto, ahora, no, no es una broma. Niego con la cabeza como respuesta. 
—¿Y este es tu marido? —me pregunta, señalándolo una vez más.
Asiento con la cabeza como respuesta.
—¿Y vive en la casa de enfrente?
Asiento con la cabeza como respuesta.
—¿Y puede saberse en qué momento lo hemos visto?
—¿Te acuerdas de cuando te he dicho que el chico de la cala, ese que iba vestido de socorrista con un bañador rojo y un megáfono, había sido mi primer beso sin lengua, con lengua, mi primera vez y mi primer novio?
—Sí.
—Pues también es mi marido.


Y hasta aquí hemos llegado. ¿Impresiones? ¿Os ha gustado? ¡Ojalá que sí! 

La fecha de publicación de Aquel último verano es el 20 de junio (este jueves), pero podéis adquirirlo ya en preventa aquí

Un besote.


Susanna.

2 comentarios:

  1. Habrá un libro para el resto de los hermanos cabana?

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    1. Si, hay unn libro para cada cabana, ya solo queda que saque el de adrian

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