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miércoles, 10 de junio de 2020

Primeros capítulos de La última vez que vi llover



Hola, Cabaners. Quedan HORAS para la publicación de La última vez que vi llover (Cabana 3) y yo ya no puedo con los nervios. Os dejo aquí los primeros capítulos, uno del presente y otro del pasado, para ir abriendo boca. Ojalá os guste la historia de Cata y River y os enamoréis de ellos. Y con ellos. Os están esperando con los brazos abiertos. 



1 Hogar, dulce hogar. O no…



En la actualidad. Septiembre de 2017

No soy una mujer miedosa, no temo a la oscuridad ni al crujir de las paredes, pero tampoco soy una kamikaze que se precipita hacia una muerte segura, cual Thelma y Louise en su Ford Thunderbird descapotable (no, al menos, cuando estoy en pleno uso de mis facultades). Por eso, el ruido del ascensor del edificio, deteniéndose en mitad de la noche en mi planta, una planta donde solo se encuentra mi casa, provoca que cada uno de mis sentidos se ponga en alerta y que, acto seguido, en un movimiento reflejo, me cubra la cabeza con las sábanas.
Varios segundos después, despacio, retiro la tela —que huele a polvo— de uno de mis ojos y aguzo el oído; es complicado captar algo por encima del bamboleo enloquecido de mi propio corazón, pero cuando escucho los pasos en el descansillo, me levanto a toda prisa de la cama.
Busco algo con lo que defenderme del más que inminente ladrón; a primera vista, no encuentro nada que me sirva. En ocasiones como esta, me encantaría ser jugadora profesional de béisbol, por eso de tener un bate; o practicar el tiro con arco, por eso de tener un arco y un par de flechas. Siempre he sido yo muy de Robin Hood. O de Kevin Costner caracterizado de Robin Hood, no lo tengo claro.
Arranco el cable de la lámpara de cerámica que hay en la mesita junto a la cama y voy corriendo por el largo pasillo hasta el recibidor, dispuesta a asestarle el golpe de su vida a quien se haya atrevido a colarse en mi hogar. Un hogar sucio y desaliñado que me parece a mí que no ha visto a un ser humano desde hace meses, pero hogar, al fin y al cabo.
Alcanzo la puerta justo en el instante en que el ladrón manipula la cerradura y consigue abrir. Levanto los brazos todo lo que dan de sí, con la lámpara entre las manos, y los bajo de nuevo en dirección a la cabeza del ratero, lista para largarme a la calle a toda velocidad en cuanto se desplome en el suelo, desmayado por la fuerza del golpe, pero… En un movimiento ultrarrápido (digno de cualquier héroe de la película de Los vengadores, o de cualquiera en la que aparezcan personajes con superpoderes), detiene mi arma mortal con el antebrazo, consiguiendo que se me escape de entre los dedos y que emita un sonoro crash crash crash al caer al suelo. Al tiempo, sus manos aprisionan las mías tras mi espalda. Y, entonces, me llega el olor a lluvia (nuestra lluvia), a hogar (su hogar, suyo y de su familia) y a esa maldita colonia: Solo Loewe. Una fragancia que, por sí sola, es capaz de destapar los miles de recuerdos que tengo almacenados a cal y canto en mi memoria. Un olor tan característico en él que me lleva a cerrar los ojos, como si así pudiera hacerlo desaparecer. Como si fuera yo la de los superpoderes.
—Pero ¡qué coño…! ¿Cata?
Y luego esa voz. Esa maldita voz grave, profunda, con ese matiz de desafío y burla a la vez, que hacía tanto tiempo que no escuchaba en la vida real. Que oía solo en mis recuerdos. O en mis sueños más recónditos.
No es un ladrón.
Es mi marido:
River Cabana.
O mejor:
River Maldito Cabana.
—¿River? —consigo susurrar. No quiero abrir los ojos. No quiero.
River me suelta al momento y yo me doy cuenta de que su toque me había dejado aturdida. Que continúo aturdida. Enciende la luz en el interruptor de la entrada y yo utilizo el impacto de la claridad que se adueña de la estancia como excusa para que mis párpados se aprieten aún más entre sí. Los abro de nuevo: si quedaba algún espacio, por ridículamente minúsculo que fuera, para la duda, ya no lo hay. Es él. Y tiene la misma pinta pretenciosa de siempre. Y el mismo atractivo, para qué negarlo. La misma barbita de dos días. Los mismos ojazos azules. No, ojazos no, Cata. Ojos. Solo ojos azules. Y el pelo rizado, un poco más largo que la última vez que lo vi.
Tampoco parece sorprendido por encontrarme aquí, en nuestra casa. Dios, cómo lo odio y qué enfadada estoy todavía con él. Eso es, Cata, reaccionando acorde a lo planeado desde el primer segundo. Tú lo odias, lo odias, lo odias. Lo odias porque precisamente por él pierdes el uso de tus facultades y te precipitas hacia la muerte en el maldito Ford Thunderbird descapotable.
—¿Quién más va a ser? ¿Esperabas a alguien? —River es muy de contestar a una pregunta con otra pregunta. O con dos.
Lo odias, lo odias, lo odias.
—¿Qué haces aquí? —le pregunto en un tono que no presagia negociaciones cordiales. Me fijo en un punto indeterminado de su rostro, convenciéndome a mí misma de que es un rostro más entre los millones y millones que hay en el mundo. Uno que no me altera. Uno que no significa nada para mí.
—¿Te refieres a aquí, en mi casa? —responde insolente mientras pasa por mi lado y se adentra en el salón, encendiendo todas las luces que encuentra a su paso como si fuera su casa. Vale, lo es, pero ese no es el caso—. ¿Lo de la lámpara ha sido tu manera de darme la bienvenida?
—Me has asustado al manipular la cerradura. Creí que eras un ladrón.
River, sin pararse y sin mirarme a la cara, levanta el brazo derecho y hace tintinear sus llaves con chulería como única respuesta a mi «al manipular la cerradura». Pongo los ojos en blanco. Siempre ha sido un sobrado, el asunto es que a mí me gustaba que lo fuera. Gustaba, en pasado. Es lo que tiene haberme enamorado de él como una tonta a los veintitrés años. Ahora, con veintinueve, me revienta su actitud.
Se detiene en medio de la estancia, observando cada detalle (River siempre lo observa todo, aunque se trate de su propia casa), y adopta una de sus posturas predilectas: apoya las manos en la mesa de comedor que hay detrás de él y cruza las piernas en los tobillos. Muy River, todo.
Entonces me mira de arriba abajo, recreándose unos segundos de más en mi rostro; a mí no me hace falta hacerle ningún escaneo, conozco su figura mejor que el color de mis ojos. Aunque sí parece más delgado. Y lleva la misma ropa de siempre: pantalones vaqueros negros, camiseta de manga corta oscura y zapatillas deportivas blancas. River, cuando no viste de traje, suele llevar colores oscuros. Le da un puntito, la verdad. ¿Qué decías, Cata? ¿Que no le habías hecho escaneo? Ejem.
Me acerco a su posición y odio el terreno inestable que se agita bajo mis pies desnudos. Es madera, Cata, un suelo de madera como otro cualquiera. No son nubes blancas de algodón. Y no vas a volver a caer de ellas. Me sitúo frente a él con los brazos cruzados, demostrándole que aquí estoy yo. Con el movimiento, la camiseta que uso de pijama se me sube hasta la cintura, pero me da igual. Me niego a sentirme vulnerable delante de él. Y menos aún, vistiendo una vieja camiseta suya que publicita el pub del pueblo y que, muy probablemente, antes que a River perteneciera a su hermano Marcos. Yo siempre dormía con su ropa cuando estábamos juntos, y volver a hacerlo es la prueba de fuego de que no siento nada por él; solo se trata de una prenda que me gusta usar de pijama. Y que él ya no utiliza. La ley de la oferta y la demanda. O lo que sea.
—Hola, Cata —me dice entonces en un tono casual que no se cree ni él—. Cuánto tiempo.
Casi un año. Casi desde que le pedí el divorcio en esta misma casa, porque dos semanas después, me largué sin despedirme de él. De nadie, en realidad. Fue una decisión tomada de la nada más absoluta, o de un todo demasiado abrumador. No lo tengo muy claro. Fue… Supongo que fue necesario.
—Hola, River —respondo en el mismo tono—. ¿Puedo saber a qué se debe esta visita en mitad de la noche? Casi te estampo una lámpara en la cabeza.
Levanta una ceja con prepotencia. Muy River, también.
—«Casi» no es el adverbio más adecuado. Prueba con «ni de lejos».
—«Ni de lejos» no es un adverbio.
Trata de disimular una sonrisa, sin demasiado éxito (estoy segura de que tal y como él pretendía, porque a River no se le escapa nada que no quiera dejar escapar), y carraspea.
 —Esta casa lleva un tiempo inhabitada. Prácticamente el mismo tiempo que tú has estado fuera del pueblo viajando con tu familia por el Nuevo Mundo.
¿Viajando con mi familia? Dios, qué ganas de retroceder unos minutos, estamparle la lámpara y disfrutar de su chichón. Ay, no, chichón no, tampoco te pases. Pobre. ¿Pobre? Cata, por Dios, que tú lo odias. Lo odias, lo odias, lo odias. Si te ablandas por una simple hinchazón en su estúpida cabeza, mal empiezas.
—¿Nuevo Mundo? Recíclate, River.
—He visto luz desde la calle —continúa, ignorando mi comentario— y me he dicho: «Riv, parece que hay alguien viviendo en tu casa inhabitada, vete a ver quién es y saluda». La buena educación está muy arraigada en mi familia, ya lo sabes. Y saludar es básico. Vamos, como despedirse. De eso en tu familia sabéis menos.
River clava sus ojos en los míos y pronuncia con ellos palabras más hirientes que con la boca, más recriminatorias, pero yo no las escucho.
—¿Has visto luz? Lo dudo mucho. Hace rato —lo recalco— que me he metido en la cama. No sé si lo recuerdas, pero suelo dormir a oscuras, con las luces apagadas. Apagadísimas.
—Me temo que «a oscuras, con las luces apagadas, apagadísimas» es redundancia. Redundancia por dos, diría yo. —Pero qué sopapo tiene—. Y no he dicho que haya visto luz ahora. Rebobina, Cata. He dicho que he visto luz. De hecho, hace rato —recalca, el muy insolente— que la he visto.
Y de repente todo me encaja. Él ya sabía que yo había regresado al pueblo, por eso no se ha mostrado sorprendido al verme. No tengo ninguna duda. River siempre va por delante de los demás. O eso se cree él. La realidad es que solo va por delante en un noventa por ciento.
La realidad es que lleva años detrás de mí, porque yo formo parte del otro diez por ciento.
—¿Estabas acechando?
—Yo no acecho.
¡Ja! Tengo mucho que decir al respecto, pero no es el momento. Esbozo una sonrisa de lo más falsa y cambio de tema.
—En fin, ¿qué quieres, River?
Cuarta vez que pronuncio su nombre en voz alta. Y las cuatro veces me ha rebotado en el pecho. ¿Se puede amar un nombre y odiar a la persona a la que le pertenece? Porque después de todo lo que ha pasado entre nosotros, sigo pensando que es el nombre más bonito que he pronunciado en mi vida. O algo no va bien conmigo o sí se puede amar el nombre y odiar a la persona.
—Saludar a mi mujer, ¿no es obvio? ¿Qué tal todo?
—Muy bien. De regreso del viaje por el Nuevo Mundo con mi familia.
River sonríe y me mira con intensidad, esa intensidad que lo caracteriza. El azul de sus ojos se te cuela hasta en las entrañas.
Se la sostengo como una campeona.
—¿Qué tal tus padres?
—Muy bien. Te mandan saludos. —Mentira. Lo odian. Sobre todo, mi madre, que nunca lo ha tragado—. ¿Qué tal todo por aquí?
—Muy bien. Todos están muy bien. Mis hermanos. Y mis padres, también. Te han echado de menos, por cierto. Mis padres. Se van a llevar una alegría cuando les diga que has regresado a casa.
Creo que es la única frase que River ha expresado con sinceridad. Y yo tengo que hacer un esfuerzo mayúsculo por mantenerme indiferente. Sus padres son mi mayor debilidad. Los adoro. Han sido una verdadera familia para mí. Una familia en letras mayúsculas. Un padre y una madre en letras mayúsculas. La única familia de River que he sentido como mía. Sus hermanísimos son otro asunto…
—¿Ahora vives con ellos? Porque me ha quedado claro que en esta casa no habitas.
Ya sé la respuesta (es lo primero que ha llegado a mis oídos en cuanto he plantado el pie en el pueblo; aquí los vecinos enseguida te ponen al día): que mi marido se fue a vivir con sus padres cuando yo me marché, pero yo se lo pregunto de todas maneras, fingiendo no tener apenas información.
—Sí.
—¿Desde cuándo?
—Desde hace un tiempo.
—¿Cuánto tiempo?
—Algún tiempo.
—¿Algún tiempo?
—Correcto.
—¿Por qué?
—Porque sí.
—Muy bien, River, pero al menos podías haberte ocupado de la casa mientras yo estaba fuera. Hasta telarañas hay por los rincones. Esto es abandono del hogar en toda regla.
—Ah, claro, tú entiendes bien de eso. De abandono del hogar y tal —me explica cuando ve que arrugo la frente. Lo que me faltaba.
—No me vengas con esas. Te pedí el divorcio un par de semanas antes de irme, River. Alto y claro.
—¿Y?
—Y yo no he abandonado ningún hogar. Te di la opción de…
—¿Opción, dices? —River se incorpora y se aproxima a mí. Yo me niego a moverme de mi sitio.
—Sí, opción. Te di a elegir y tú preferiste…
—¿Que me diste a elegir? Esa sí que es buena. —Sonríe sin ganas. Le ha cambiado la voz. Se le ha borrado de pronto el tono casual, prepotente, tan habitual en él. Ahora parece enfadado—. Me soltaste aquella bomba el día de la boda de mi hermano, la puta mañana de su boda, Cata, y no tuviste la deferencia de darme tiempo ni para reaccionar. Eso no es darme a elegir. Eso es otra cosa.
Su aliento en mi rostro me desestabiliza; sus labios tan cerca de mi boca me hacen temblar. En el pasado, era imposible que no nos besáramos estando tan cerca el uno del otro —teníamos una especie de imán muy potente; deseo, lo llaman—, pero esto es el presente, y yo ahora sonrío con sorna.
—Tuviste dos semanas para elegir, River.
—Dos semanas en las que mi familia estaba más frágil que nunca. Por si no lo recuerdas, Marcos dejó a Alicia plantada en el altar; Priscila regresaba a Boston para no volver, destrozada por perder a Alex para siempre; Adrián y ella apenas acababan de reconciliarse, y Hugo estaba jodido por lo de Jaime. Los Cabana solemos permanecer unidos en las malas.
—Oh, vamos, River, el resultado habría sido el mismo si te hubiera dado dos minutos, dos años o dos décadas.
—Supongo que eso nunca lo sabremos.
Se aproxima más. River se aproxima aún más a mí. Sus ojos, a tan poca distancia de los míos, se desplazan por mi rostro. Los mechones rebeldes de su cabello rizado casi rozan mi pelo rubio. Su cuerpo se encuentra demasiado cerca del mío. Demasiado cerca.
—Yo sí lo sé. Y no te me acerques tanto.
Lo alejo de un leve empujón sin dejar de sostenerle la mirada.
—¿Tengo la lepra o qué?
—Es esa colonia que te empeñas en utilizar; es demasiado intensa y me produce alergia.
—¿Desde cuándo?
—Desde siempre. Disimulaba para no herir tu orgullo.
—¿Tú? ¿Disimular? Lo dudo. No es tu fuerte.
Oh, no tienes ni idea, River. No tienes ni idea.
—Ya. En fin. Si has venido a saludar, ya has saludado. ¿Te importaría marcharte ahora para que yo pueda seguir durmiendo? Esta conversación me va a costar un par de ojeras, y ya sabes que las detesto. El azul fantasmagórico queda fatal con mi tono de piel. La próxima vez que vengas de visita, hazlo durante el día. Creo que las horas de sol van de siete y media de la mañana a ocho y media de la tarde. Un abanico bien amplio, si me permites opinar al respecto.
—¿De visita? No te equivoques, Catalina, esta también es mi casa.
—¿Piensas mudarte?
 —No lo sé. Ya veré.
—Bien, pues para evitarnos discusiones y malos rollos, mañana mismo llamaré a mi abogado. Tenemos que empezar en serio con los trámites del divorcio. Me gustaría quedarme con esta casa; estoy dispuesta a pagar tu parte por encima de su valor de mercado. Me siento generosa. Que el tasador sea de tu confianza, te concedo eso también. Y habrá que hacer inventario y ver qué queremos conservar cada uno por separado.
—Perfecto. —River pasa por mi lado, como si tuviera un petardo metido en el trasero, y se dirige a la salida—. No te olvides de incluir esa camiseta que llevas puesta en mi montón.
Abre la puerta, sale y cierra de un portazo. A mí me zumban los oídos. Me quedo en el centro del salón con el pulso acelerado, intentando recuperar el control sobre mí misma. Sin saber si siento frío o calor. Si bajo mis pies hay placas de hielo o brasas ardientes. Sin saber si tengo sueño como para regresar a la cama o si voy a permanecer las próximas veinte o cuarenta horas en una horrible vigilia. Lo odias, lo odias, lo odias. Dios, cómo lo odias.
En un acto reflejo que soy incapaz de dominar, miro hacia el gran ventanal del salón, hacia la calle, en busca de la lluvia. Una lluvia que no existe. No hoy, al menos. Llevaba un año sin hacerlo. Sin buscarla. Pero ver a River me trae la lluvia a la cabeza. De la misma manera que ver llover me trae a River a la cabeza. Es un círculo vicioso muy jodido, lo sé, teniendo en cuenta que odio a River y que voy a divorciarme de él en cuanto pueda. Menos mal que en este pueblo apenas llueve.
Como aún no me atrevo a moverme, por si el suelo se despedaza bajo mis pies (tampoco sabría a dónde ir), decido quedarme donde estoy, sin apartar la mirada de la puerta por la que él acaba de marcharse.
Él.
Sabía que este encuentro se daría más pronto que tarde. Sabía que podía suceder en cualquier momento desde que el taxi que nos ha recogido en el aeropuerto a mis padres y a mí ha puesto sus ruedas en la primera rotonda que da acceso al pueblo. Sabía que no me iba a resultar indiferente su presencia, y venía preparada, pero supongo que una nunca está lo suficientemente preparada para reencontrarse con su marido, después de casi un año entero sin verlo, y que la sangre no fluya a toda velocidad por sus venas. Sobre todo, si estás tan enfadada con él como yo lo estoy con River.
A veces me gustaría evadirme a una playa paradisiaca. Mi profesora de oratoria solía darme ese consejo a propósito de mi miedo escénico. Me decía que me transportara mentalmente a un lugar agradable y que lo hiciera mío. Que hablara en voz alta desde ahí, tumbada muy tranquila en una hamaca del color que a mí más me gustara o flotando en el agua con los ojos cerrados. Nunca lo conseguí. Tampoco esperaba hacerlo hoy con River.
Seis horas. Seis horas llevo en el pueblo. Tres, en esta casa. He venido en cuanto me he enterado de que River no vivía aquí. Primero me he sorprendido y luego he sentido el impulso. Y lo he hecho. Lo he hecho sin maletas y sin nada, a pesar de la mala cara que ha puesto mi madre. Hace muchos años que las órdenes veladas —y las no veladas, ya que estamos— de mi madre pasaron de regir mi vida a no significar absolutamente nada. Sí, muchos años, los mismos que hace que conozco a los hermanos Cabana. Los malditos hermanos Cabana. Los hermanísimos.
El primero en llegar fue Hugo. Hugo. Hugo. El del medio de todos ellos. El estúpido surfero con pinta de veterinario. O el estúpido veterinario con pinta de surfero. Lo mires por donde lo mires, el orden de los factores no altera el producto: es un estúpido.
Retrocedo casi seis años en mi memoria.
Recuerdo que mi padre me consolaba en el sofá de casa, o lo intentaba, acariciando mi espalda con suavidad. Acababan de atropellar a mi gata y los responsables se habían dado a la fuga. Papá me aseguraba que el veterinario no tardaría en llegar y que Crow estaría bien, pero yo no podía dejar de llorar. Me explicó que el veterinario era hijo de los propietarios de los grandes almacenes del pueblo, de los Cabana, como si yo tuviera que conocerlos después de haber pasado más de media vida (desde los nueve años, para ser exactos) estudiando en el extranjero. No era así. Ni me importaba quiénes fueran esos Cabana. La congoja no me dejaba ni respirar.
Fui yo la que acudió a todo correr al recibidor a abrir la puerta cuando el timbre sonó; al otro lado me esperaba un chico rubio, muy joven y muy guapo, que llevaba un maletín en su mano derecha.
«¿Sí?», pregunté confusa. Mi primer pensamiento fue algo así como: «¿Qué quiere este chaval a estas horas de la noche?».
«Hola, me habéis llamado para una emergencia», respondió él.
¿Llamado? Pues sí, llamado. Resulta que el chavalín rubio era el veterinario. Y yo no podía dejar de preguntarme: «¿En serio? Pero ¿cuántos años dura la carrera de Veterinaria? ¿Dos? ¿Un mes?». Lo miré de arriba abajo. Y no porque estuviera tremendo con esa melena de surfero y esos ojos azul-gris, sino por las fachas que llevaba. Iba en pijama. En pantalones de pijama y chancletas.
Pero entonces me acordé de Crow y lo invité a entrar. Me daba igual que el chico fuera un veterinario precoz o un surfista con manos sanadoras con tal de que curara a mi gata. Me preguntó por el incidente, muy serio, mientras yo lo guiaba al salón, y se lo expliqué lo mejor que pude.
«Joder», masculló al momento. Me gustó. Y hasta agradecí la palabrota; por fin alguien la pronunciaba. Yo solía tener ese tipo de palabras malsonantes en la punta de la lengua, pero no me estaba permitido dejarlas salir.
«Gracias por venir tan rápido», le dije entonces. Él asintió con la cabeza y sonrió. Intentó tranquilizarme con la mirada y en verdad lo consiguió. Su mirada tenía algo. Y, además, lo vi tan seguro de sí mismo… ¿Cómo no creerlo? Fue directo a mi gata y la examinó durante unos minutos interminables. Yo lo observaba sin perder detalle y sin dejar de morderme las uñas. Comencé a ponerme nerviosa al ver que la movía de un lado para otro y que le metía un termómetro por el trasero, pero él me tranquilizó una vez más; me dijo: «No te agobies», me aseguró que no le estaba haciendo ningún daño y yo lo creí de nuevo. Solo había que ver cómo susurraba palabras cariñosas a Crow y la delicadeza con que lo hacía todo. No. No le estaba haciendo daño. Y me sorprendió que mientras la examinaba a ella, también tuviera ojos para preocuparse por mi bienestar. Mi madre me miraba con recriminación, por morderme las uñas y por dar la nota, pero me daba igual; es más, estaba dispuesta a atacar los dedos en cuanto me quedara sin uñas. No era capaz de mantener el tipo en aquella situación, ya lidiaría con ella más tarde.
El examen acabó y, tras suministrarle no tengo idea de qué, el veterinario nos dijo que Crow iba a estar bien. Que había recibido un golpe muy fuerte, pero que con cuidados, descanso y mimos, se recuperaría.  
Se lo agradecí y me lancé a sus brazos, en un gesto demasiado espontáneo para lo que yo solía ser en aquella época cuando me encontraba en presencia de mi perfecta progenitora. Él tenía un olor especial, uno que nunca había llegado a mis fosas nasales. No lo reconocí, pero era agradable. Y yo ya podía respirar sin aquella congoja tan horrible. Odio ver sufrir a los animales, a cualquier animal, y al mío, por descontado, mucho más. Me entraron ganas hasta de besarlo en la mejilla, pero me resistí. Mi madre me observaba, por supuesto. Siempre lo hacía. O lo hace.
«Podéis llamarme si veis que Crow se encuentra mal o que actúa de manera extraña. Vendré enseguida». No me pasó desapercibido que llamara a mi gata por su nombre. Me gustó. Me resultó cercano. Incluso dulce. Él era dulce.
«Gracias, hijo. Hugo, ¿verdad?», le preguntó mi padre. «¿Tú eres el pequeño de los chicos?».
«El mediano, en realidad».
Vuelvo al presente. Oh, sí. El mediano. El maldito mediano. Hugo Cabana.
Después de eso, apenas un par de días más tarde, conocí a River y… Y conocí a River. Fin de la oración. Mi vida cambió para siempre. Y, aunque hace rato que él se ha ido, todavía me zumban los oídos. Todavía me palpita su presencia. Todavía soy capaz de respirar su fragancia. Todavía veo su rostro demasiado cerca del mío.
Hace mucho tiempo que dejé de morderme la lengua, así que… lo dejo salir. En voz alta:
—Puñetero River Maldito Cabana.

«¿Mi número? Claro, hombre, todo tuyo». ¿Verdad o mentira?



4 de noviembre de 2011


Dicen por ahí que la vida puede cambiar de manera radical en un segundo. Que uno mismo es capaz de trastocarla, por ejemplo, con la toma de una sola decisión. Que esa decisión puede brotar, crecer, completarse o perfeccionarse en la mente humana durante horas, días o años, pero que el clic solo dura un segundo. Y ¿qué es un segundo?
Dicen por ahí que, en ocasiones, ni siquiera depende de uno mismo. En ocasiones, son terceras personas las que desencadenan que la vida de uno cambie de manera radical en un segundo. Sin que se pueda hacer nada para evitarlo. Sin posibilidad de capturar y retener entre las manos esa estabilidad que, sin remedio, desaparece.
Así sucedió aquel día de noviembre, cuando Catalina Berenguer, la hija del alcalde más longevo y apreciado del pueblo, apoyó de malas maneras la bicicleta en un árbol próximo a la carretera para atarse el cordón de la deportiva, que se le había desatado. Llevaba varios minutos contemplando con desidia cómo volaba a placer cerca de los pedales y no le importaba, pero si su madre lo viera… Ya solo por ese pensamiento se detuvo y le puso remedio.
Ella tenía mucho que decir sobre que los demás interfirieran en la vida de uno. ¿Y sobre detener el tiempo? Sobre detener el tiempo, Catalina Berenguer tenía muchísimo más que decir. Sobre todo cuando, mientras continuaba agachada, atando su perfecta zapatilla de color blanco, fue testigo de cómo la bicicleta salía disparada a toda velocidad hacia la carretera, por culpa del empujón que le dio de pronto un perro fuera de control.
Se incorporó al mismo tiempo que estiraba la mano para agarrar la bicicleta voladora, pero… fue imposible frenarla. Y el perro y el dueño desaparecían cuesta arriba, ajenos al desastre que habían provocado. Lo siguiente que escuchó Cata fue el chirrido de las ruedas de un coche, que le rechinó en los oídos y le estremeció todo el cuerpo: pocos días atrás, un coche había atropellado a su gata y por poco no la había matado.
Cerró los ojos y cogió aire. La iba a armar. Cruzó la carretera y fue directa al vehículo que acababa de llevarse por delante su bicicleta. Distinguió a un chico joven dentro del deportivo rojo, tuneado hasta el extremo; llevaba gafas de sol oscuras, la chaqueta y la camisa remangadas hasta los codos, y la música retumbaba desde dentro. Catalina alzó los ojos al cielo. Se iba a ir caliente para casa el poligonero de turno. No tenía ningún problema en pagar sus frustraciones con él. El responsable del atropello de Crow se había dado a la fuga, pero este no se escaparía tan fácilmente. Quizá hasta fuera la misma persona. Casualidades más absurdas había visto en la vida.
River Cabana llegaba tarde a una importante reunión de trabajo, y él nunca llegaba tarde. La culpa era de su coche, que había elegido el peor momento para quedarse sin batería. Aunque, a decir verdad, el único culpable de que las luces se hubieran quedado encendidas durante toda la noche era él mismo; la tarde anterior había llegado demasiado cansado a casa y, al apearse, con la única intención de meterse en la cama y dormir veinticuatro horas sin interrupción, ni se había dado cuenta de que no las había apagado. Como no tenía tiempo para arreglarlo, había cogido prestado el deportivo de su hermano Marcos, que era muy cantoso, pero que le servía para desplazarse. Lo cogió sin avisar. Luego lo llamaría. O no. Le mandaría un mensaje. Salió de la urbanización de sus padres quemando rueda.
Hacía muchísimo calor para ser noviembre, o quizá él estaba acalorado por llegar tarde a aquella reunión; en cualquier caso, tuvo que remangarse la chaqueta y la camisa. Las arrugas eran lo que menos le preocupaba; se asfixiaba, y eso que llevaba el aire acondicionado a la máxima potencia. Giró a la derecha y tomó la calle principal del pueblo; al mismo tiempo, encendió la radio para escuchar las noticias y casi muere de un infarto cuando la música resonó en los altavoces a todo volumen. «¡Joder, Marcos!», pronunció en un grito que se diluyó entre las voces de Cali y El Dandee. «Cualquier día, se queda sordo».
No le dio tiempo a bajar el volumen; de pronto, a su derecha, distinguió un objeto volador no identificado y pisó el freno justo a tiempo. Bueno, a tiempo del todo, no. Le dio un ligero toque. Un toquecito. Era una bicicleta de color rosa. Una jodida bicicleta de color rosa que había aparecido de la nada. Menos mal que sus reflejos eran los que eran. Y que el freno del coche de su hermano tenía poco recorrido. Aceptaría las disculpas del dueño o la dueña de la bici, sonreiría con educación ante el agradecimiento y las palabras de elogio por sus envidiables reflejos y se largaría pitando. Que llegaba tarde, joder.
Bajaba del coche cuando vio a una chica rubia dirigirse a él con cara de querer estrangularlo con sus propias manos.
—Pero ¡¿de qué vas?! ¿Estás loco o qué te pasa? —le gritó con mala leche antes de revisar los daños de la bici.
—¿Perdona? —River, estupefacto, fue detrás de ella.
—¡Te has cargado mi bici! —River observó, aún sin salir de su asombro, que la rubia, sin dejar de maldecir ¿en inglés?, cogía la bicicleta del suelo y la enderezaba. Su mirada se perdió medio segundo en las piernas y el trasero de la chica. Solo medio segundo. Apenas tenía un roce de nada. La bici. Eso sí, la cesta rosa estaba hecha una mierda—. Debería denunciarte. ¡Voy a denunciarte!
—¿Me estás vacilando? —le preguntó él entonces—. Tu bici casi acaba con mi vida. Ha salido de la nada y la he esquivado de milagro. Puedes darles las gracias a mis reflejos. De nada.
—¿A tus reflejos? Para tu información, te diré que no la has esquivado. ¡¿Ves este golpe de aquí?! —Ella señaló con el dedo índice el leve roce, casi invisible, que lucía la bicicleta en el chasis. Él no se fijó en lo que señalaba aquel dedo. Sí se fijó en los ojos y en el rostro de la chica: estaba bastante buena. Y los labios pintados de ese rojo tan intenso… River tragó saliva—. ¡Has sido tú! Y el límite de velocidad de esta carretera es de treinta kilómetros por hora, ¿no has visto la cantidad de peatones que hay alrededor? ¡Y animales y niños! ¡Y ancianos! Los conductores tenéis que estar pendientes de cualquier imprevisto y, sobre todo, respetar las normas de circulación. Deberían quitarte el carné de conducir. ¡A poligonear te vas a la discoteca!
River estuvo a punto de decirle que se había repetido, porque los niños y los ancianos entraban dentro del término «peatones», pero… Espera, ¿qué? ¿«Poligonear», había dicho?
—¿Perdona? ¿Me estás llamando «poligonero»? —No pudo decir otra cosa. Ni siquiera defenderse del resto de las acusaciones.
River se escrutó de arriba abajo: el traje con corbata y chaqueta de color azul marino le sentaba como un guante. Vale que no llevaba la corbata —descansaba en el asiento del copiloto— y que iba remangado hasta los codos —el condenado calor—, pero de ahí a llamarlo «poligonero»… Después se fijó en el coche de su hermano y sonrió sin poder evitarlo. «Verás cuando se lo cuente a Marcos». Se le escapó una carcajada y le dio exactamente igual que la gente se hubiera arremolinado a su alrededor para mirar. O para cotillear. También se la sudó que los coches que circulaban por la calzada se hubieran quedado atascados en el único carril libre tras su incidente con la rubia, dado que ellos dos y su discusión ocupaban el otro, y que las bocinas impacientes inundaran el ambiente.
—¿Prefieres «macarra»? —dijo ella.
River rio de nuevo. Lo habían llamado de muchas formas en su vida, sus hermanos los primeros, pero «macarra», nunca.
«¿Y este de qué se ríe?», pensó Catalina. «¿Es idiota?».
—Iba a treinta kilómetros por hora —se excusó entonces él frente al gesto asesino de ella. Cuarenta a lo sumo, se dijo a sí mismo.
—Eso no te lo crees ni tú.
—Pero ¡si no me has visto!
—Ni falta que me ha hecho. Si hubieras ido despacio, no te habrías cargado mi bici.
—Repito: tu bici ha salido de la nada. Y no ha sufrido ningún desperfecto. O casi ninguno —se corrigió, al ver de nuevo la cesta—. De hecho, has tenido suerte de dar conmigo; si es otro, te quedas sin ella. Debería denunciarte yo a ti por alteración del orden público. O por atacarme con tu bici rosa. —River había cogido carrerilla, era capaz de añadir un par de delitos más al currículum de la rubia, pero…—. Perdona, ¿me estás insultando en inglés?
La había oído mascullar por lo bajo desde que se había bajado del coche. Eran palabras ininteligibles, pero él tenía buen oído, además de un inglés perfecto, y habría jurado que eran palabrotas en ese idioma, dirigidas a él.
Catalina ignoró la última pregunta. Por supuesto que lo estaba insultando. Aunque lo de hacerlo en inglés había sido inconsciente. Demasiados años estudiando en el extranjero. Y acababa de regresar. Le costaba habituarse al castellano.
—¿Denunciarme tú a mí? Pero ¿qué dices?
—Lo que oyes. Has lanzado un objeto a la carretera y podías haber causado un grave accidente. Podías haberme matado.
—¿Matado? No eres exageradito tú ni nada. Y yo no la he lanzado, ha sido un perro el que la ha empujado sin querer mientras yo me ataba el cordón de la zapatilla.
River desvió la vista a las zapatillas de la rubia y se distrajo un segundo de más con aquellas piernas, enfundadas en unos pantalones vaqueros tobilleros muy ajustados. Eran unas buenas piernas. Subió de nuevo. Lo hizo con descaro. Con mucho descaro. En su línea, vamos. La chica lo miraba con fuego en los ojos y a él le habría encantado bajarle los humos, pero se acordó de que llegaba tarde a la reunión con su superior. ¡Mierda!
—Mira —le dijo con cierta condescendencia al tiempo que sacaba el móvil de su pantalón—, tengo prisa, así que vamos a hacer una cosa. Dame tu número de teléfono y yo me pongo en contacto con el seguro para que te arregle la cestita de la bici.
¿La cestita de la bici? ¡¿La cestita de la bici?! Catalina inhaló de nuevo. Cinco veces. No quería ir a la cárcel por agresión a un ciudadano en su segunda semana en el pueblo; su padre la mataría. En su lugar, dibujó con sus labios pintados de rojo la mejor de sus sonrisas. ¿Quién se remangaba hasta los codos un traje como ese, por el amor de Dios? Y lo peor de todo es que el hombre era guapísimo. Le echaba unos treinta años. Parecía un actor de Hollywood, con esos ojazos azules y ese pelo tan perfecto lleno de ondas y reflejos rubios. ¿Y el cuerpo? Como a ella le gustaba: delgado y potente. Pero ese no era el asunto.
—¿Mi número de teléfono? —pronunció con dulzura—. Claro, hombre, todo tuyo.
—Bien. Dímelo, que lo apunto en el móvil.
River desbloqueó el terminal, convencido de que la fierecilla ya se iba amansando. Quedaba claro que, con educación, se llegaba a todas partes y que hablando se entendía la gente. Tenía varios mensajes de sus hermanos, pero los ignoró por el momento. Si se liaba con las tertulias Cabana…, estaría perdido. Sus hermanos tenían la capacidad de hablar y hablar durante horas sin que la conversación decayera en ningún momento. Era un don.
Catalina, por su parte, recitó un número al azar. El primero que le vino a la cabeza, que, casualidad, fue el de la discoteca a las afueras del pueblo donde había hecho una entrevista la tarde anterior para el puesto de camarera. No iba a aceptar el trabajo si la seleccionaban, claro. Solo era un acto de rebeldía hacia su madre, pero a ella la hacía sentir bien ir en contra de sus directrices aunque solo fuera durante unos míseros minutos. Se sentía libre. Y la libertad era lo mejor que tenía en la vida, a pesar de que solo disfrutara de ella durante instantes muy efímeros. Oh, pero qué instantes. Con tal de saborearlos, todo merecía la pena.
—Genial, te llamaré y te diré algo. Por cierto, me llamo River.
—¿River? —Pero ¿qué nombre era ese?
—Cabana. River Cabana —añadió—. Ha sido un placer.
—¿Cabana?
—Sí. Y, para que lo sepas, sigues llevando el cordón de la zapatilla desatado.
River le guiñó un ojo, regresó al asiento del conductor y, antes de que Catalina pudiera coger aire de nuevo, salió disparado en su coche rojo tuneado. Catalina, durante un tiempo después de que el tal River se alejara, permaneció en el margen de la carretera, con las manos en el manillar de la bici y la mente en aquel apellido. ¿Cabana? Arrugó la frente. ¿De qué le sonaba? De algo reciente, eso seguro. Echó la memoria unos cuantos días atrás hasta que dio con ello: «Ah, el surfero que atendió a Crow; deben de ser hermanos. Menuda diferencia de personalidades: un veterinario precoz y un poligonero. Aunque en esa familia es innegable la buena genética en lo que al físico se refiere».

¿Qué os ha parecido? Cata y River os esperan esta noche a las 00:00 horas aquí.

Un besazo, Cabaners

Susanna


3 comentarios:

  1. Deseando que llegue mañana!!!! Me encanta Cata

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  2. Me encanta 😍, menos mal que queda poquito para saber más

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  3. Me encanta Susanna. Tienes el don de atrapar, con ese ritmo de escritura, mi mente y mi corazón. Gracias. Deseando sea mañana

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