martes, 2 de mayo de 2017

Capítulos 1 y 2 de Los saltos de Sara



Después de un fin de semana largo..., cuesta volver, pero hoy suceden dos cosas buenas.

Lo primero, que esta semana es más cortita y lo segundo, que, ya que dentro de 9 días se publica la segunda parte de Sara Summers: Las caídas de Sara y estoy superemocionada, voy a compartir un par de cosas con vosotros.


Por una parte, en esta entrada, voy a publicar el prólogo y un par de capítulos de la primera parte d ella saga: Los saltos de Sara para aquellos que aún no os hayáis animado a leerlo. ¡¡Espero que os guste!!

Y, por otra parte, voy a publicar en otra entrada, el capítulo 2 de Las caídas de Sara ¡para ir abriendo boca!


Aquí os dejo el inicio de Los saltos de Sara:



Prólogo



Cántame, me dijiste cántame…

 Creo que suena el despertador, pero no me importa porque hoy no me pienso levantar, como dice la canción de aquel famoso grupo pop español. Y mañana ya veré, así que puede seguir sonando todo lo que quiera.

…cántame por el camino, y agarrado a tu cintura te canté…

Joder, y sigue. «Ignórala».

…a la sombra de los pinos…

Y encima es la cancioncita de las narices que me ha puesto mi mejor amiga, Pear, como despertador del móvil. Resulta que ahora le ha dado por el folclore español, influencia de su madre. ¡Qué manía tiene de tocar mis cosas!

Sin pensarlo ni un segundo más, doy un manotazo al móvil para silenciarlo.

Cántame, me dijiste cántame…

¿¡No se va a callar nunca!? Estiro la mano para alcanzar el maldito aparato, que se encuentra encima de la mesita al lado de mi cama, pero no lo alcanzo. Me estiro más hasta que… «Vale, ya lo tengo». A continuación, lo lanzo con toda la fuerza que mi brazo derecho me permite, teniendo en cuenta mi posición boca abajo en la cama. Me trae sin cuidado donde aterrice, solo quiero que se calle. Solo quiero dormir.

…cántame por el camino, y agarrado a tu cintura te canté…

«¡Imposible!». Definitivamente, el mundo está en mi contra. Siempre cuidando del puñetero móvil como si fuera una joya preciada, porque al mínimo golpe se rompe, y ahora que quiero que se muera, ¡ni tirándolo al vacío!

Me levanto de la cama y lo busco. «¿Dónde habrá caído?». No distingo nada entre tanta oscuridad, por lo que decido guiarme por el sonido. Me agacho y palpo la superficie del suelo hasta que por fin doy con él, lo agarro con una mano y apago la alarma. «Ya está». Me vuelvo a la cama y, entonces, sí que sí, no pienso levantarme jamás.

Friends will be friends…

«Y, ahora, ¡¿qué pasa?!». Tardo medio segundo en darme cuenta de que alguien me está llamando por teléfono. Es Adam, mi mejor amigo. Esa es su canción, la suya y la de… la de mi otro mejor amigo. No pienso responder, hoy no estoy para nadie. No quiero hablar, no quiero pensar, no quiero recordar, no quiero que duela tanto. Tan solo quiero intentar dormir y olvidarme del mundo.

… when you’re in need of love they give you care and attention…

«Suficiente». Me levanto de la cama (por segunda vez) y apago el teléfono, aunque sé que no queda demasiado tiempo para que Adam cruce el escaso espacio que nos separa y aparezca en mi dormitorio para nuestra sesión matutina de footing. Lo llevamos haciendo desde que teníamos trece años, todas las mañanas sin excepción. Bueno, alguna excepción sí hay, como, por ejemplo, cuando llegamos a casa a horas intempestivas porque hemos salido de fiesta, o como toda esta semana pasada en la que yo no he querido salir de casa por estar atrapada en una profunda depresión emocional… Pero, si hablamos en días ordinarios, esa es nuestra manera de comenzar la mañana, los tres juntos, siempre los tres juntos: Adam, Oliver y yo. Y que me acabe de llamar por teléfono solo puede significar una cosa: que se me acabó la tregua.

Aunque es posible que todas nuestras cómodas y arraigadas rutinas vayan a cambiar en un futuro (demasiado) próximo, o quizá ya hayan cambiado. Hoy no es un día ordinario, hoy se cumple una semana desde que comenzó mi nueva vida, mi nueva vida sin él. Jamás vamos a poder recuperarnos de lo que ha pasado. Y jamás volveremos a ser las mismas personas. Me estremezco solo de pensarlo.

«No. No puedo pensar en eso». Y no quiero llorar más, aún tengo los ojos hinchados después de toda una semana (con sus noches y sus días) de llorar sin descanso, y no quiero empezar otra vez. Hoy no me permito pensar en él ni un segundo. Solo quiero que me dejen en paz, todo el mundo, que me dejen hundirme en mi miseria. Y Adam lo sabe. Aun así, estoy segura de que vendrá a levantarme de la cama, porque no soporta verme así. Su llamada de teléfono solo ha sido un aviso, para que me vaya haciendo a la idea. Vivimos en la misma casa y tan solo nos separan un par de dormitorios. Tiene gracia, casi todas las mañanas lo tenemos que arrastrar Olly y yo fuera de la cama, porque siempre se le pegan las sábanas. Si por él fuera, se perdería todas las sesiones de footing, pero sé que esta mañana se ha despertado temprano con una clara intención. Solo tengo que esperar.

Minutos después, alguien toca a la puerta de mi habitación: toc, toc, toc.

«Qué considerado». Teniendo en cuenta que jamás llama a mi puerta… No contesto. Va a entrar de todas maneras. Mi amigo del alma abre la puerta y aprecio cómo se filtra la impertinente luz matinal en mi dormitorio. Me molesta en los ojos y me cubro la cabeza con la almohada.

Totó —me llama.

Totó es mi apodo, solo unas pocas personas me llaman así: mis amigos más cercanos. Ellos saben que me irrita, pero les da lo mismo. El apodo me lo puso mi hermano mellizo Daniel cuando apenas teníamos cinco años. Era su manera de llamarme tonta sin que nuestro padre le echara la bronca. No sé qué relación puede tener Totó con tonta. Para saberlo, debería adentrarme en el eterno misterio que era la cabeza de mi hermano a los cinco años. El caso es que a Adam le pareció que me pegaba ese apodo y empezó a llamarme Totó de forma cariñosa.

—Déjame en paz, Adam.

—Ni en tus mejores sueños. Llevas así una semana y no pienso consentirte ni un día más.

No le contesto. Y no solo eso, sino que, para dar más énfasis a mi respuesta negativa a su sugerencia, me doy la vuelta (con almohada incluida) dándole la espalda a mi amigo.

—Muy bien, Totó, tienes dos opciones. Por las buenas o por las malas. Y por las malas significa que voy a descorrer las cortinas del todo y a meterte en la ducha con el pijama aún puesto. Tú decides. No sería tu primer remojón con ropa. Y creo recordar que el primero no te entusiasmó.

Lo miro amenazante y entrecerrando los ojos, aunque sé que no me va a servir de nada. Adam tiene esa expresión en la cara de «no pienso ceder y vas a hacer lo que yo diga».

No tengo fuerzas ni para darle pena ni para camelármelo y que me deje hacer lo que yo quiera, por lo tanto, no me queda más remedio que decirle lo que siento.

—Adam, por favor, no tengo fuerzas para levantarme, no quiero hacer nada. Solo quiero que el mundo deje de girar porque mi vida es un auténtico asco y ya no puedo más. —Percibo cómo se me escapan dos lágrimas por el rostro, demasiado tiempo llevaban acumuladas en mis ojos.

—Sara, escúchame. —Adam se sienta en mi cama y me sujeta la cara con las manos, rozando mis mejillas con sus pulgares—. Ya sé cómo te sientes, y tienes razones para estar así, pero dentro de cinco días empiezan los exámenes finales y terminar dos carreras a la vez, incluso para una cerebrito como tú, requiere un mínimo de esfuerzo. Levántate, dúchate y nos vamos a la biblioteca a estudiar. Cuando acaben los exámenes, te prometo que voy a dejar que te derrumbes, llores y chilles todo lo que quieras. Yo estaré ahí contigo cada segundo, pero vas a tener que darle una orden específica a ese cerebro privilegiado que tienes para que olvide, de manera temporal, lo sucedido en la última semana.

—No puedo. —Mis lágrimas ya caen libres por mis mejillas, no puedo contenerlas más.

Adam me estrecha entre sus brazos, y joder, qué bien sientan sus achuchones. Hacen que me sienta segura, hacen que piense que aquí cobijada nada malo me puede pasar, pero sé que no puedo vivir así para siempre.

—Sí, podemos. —Me besa la cabeza—. Entre los tres vamos a salir de esta como siempre hemos hecho. Olly está esperando en la biblioteca, hoy nos libramos del footing. —Arqueo una ceja por el pesar de su comentario. Seguro que se siente terrible por saltarse el ejercicio matutino—. Y, respecto a Olly —«no, eso no, por favor»—, tienes que hablar con él, ya arreglaréis vuestros problemas cuando finalicen los exámenes.

«Está bien. Tengo que intentarlo». Voy a esconder los recuerdos de la última semana en un lugar remoto dentro de mi cabeza, durante un mes. No es la primera vez que tengo que hacerlo, ya debería ser toda una experta.

Es increíble cómo funciona el cerebro humano, tropezamos una y otra vez con la misma piedra, pero no aprendemos, o eso al menos es lo que me sucede a mí. En ocasiones, reflexiono sobre qué hubiera pasado si no lo hubiera conocido nunca. ¿Sería mi vida la misma? ¿Estaría igual de vacía?

«No, no puedo permitirme pensar más en eso». Necesito, por mi propio bien, dejar de echarle la culpa a Oliver por todo lo que ha pasado (y lo que pasó) porque, en el fondo, sé que no la tiene. No en su totalidad, yo también tengo parte de culpa por no haberme enfrentado a la realidad de mis sentimientos cuando debí haberlo hecho. Hubo muchas cosas que deberíamos habernos dicho antes, y otras que no deberíamos habernos dicho jamás. Pero, cuando estás disgustado, dices lo primero que se te pasa por la cabeza.

Y ya es tarde, demasiado tarde para todo. ¿Cómo he llegado a esta situación? ¿Cuáles han sido las decisiones erróneas que he tomado en la vida? O ¿será acaso que la felicidad no existe? No, no lo creo, puede que la felicidad plena no exista, pero sí existen momentos felices, y yo he tenido muchos.




PRIMERA PARTE



1 Una nueva vida



Agosto de 2001



Me bajé del coche y miré al frente. Ante mí se presentaba una de las instituciones de educación más selectivas y prestigiosas de Europa. Nos encontrábamos ante el edificio principal: una gran estructura de ladrillo rojo y piedra caliza con extraordinarios ventanales de madera blanca, que se erguía orgullosa sobre sus doce plantas. Ese edificio es la sede donde se desarrollan la mayoría de las actividades de la escuela. Mi padre me explicó que en él, además de las diferentes aulas que albergan a estudiantes desde los seis hasta los dieciocho años, la zona de Dirección y del profesorado, también se hallaba el auditorio, una sala de exposiciones musicales, la biblioteca, una pequeña sucursal de la oficina de correos, el comedor y la cafetería. Me pareció inmenso, y me pregunté si mi padre también lo vería tan grandioso o si la percepción de las cosas cambiaría según ibas creciendo.

Era mi nuevo hogar, el internado Crowden School. Mi padre ya no pudo más y tuvo que tirar la toalla. Supuse que debía de ser duro para él criar por sí solo a cuatro hijos. Lo intentó, pero la situación lo desbordó. Sin duda, eso es lo que intuía en sus ojos siempre que lo miraba.

Mi madre había muerto hacía cuatro años, cuando yo apenas tenía cinco. Sucedió por una complicación en el parto de mi hermana pequeña, Kate. Desde aquello, mi padre nos había criado junto con una sucesión interminable de niñeras, pero, dado que su trabajo le exigía viajar prácticamente la mitad de los días del año, tomó la decisión de matricularnos en un internado para que otros se ocuparan de la educación que él no podía darnos.

Entonces no lo supe, pero aquel colegio se convertiría en el lugar donde conocería a las personas más importantes de mi vida, y también a mi gran amor.

Mi padre se llama John Summers y es norteamericano, aunque nuestros orígenes son irlandeses. Desde la década de 1820 hasta la década de 1880, se abrió la primera era de migración en masa, donde alrededor de quince millones de inmigrantes llegaron a Estados Unidos. Nuestro tatarabuelo era uno de esos quince millones, y se asentó en la ciudad de Nueva York a finales de 1850, cuando esta última había sobrepasado a Filadelfia como la ciudad más grande del país.

A lo largo de mi vida siempre he escuchado cómo mi familia se enorgullece de que el tatarabuelo Summers contribuyera al establecimiento de Central Park, el cual se convirtió en el primer parque paisajístico de la ciudad en 1857. Desde luego, es para enorgullecerse, teniendo en cuenta la precaria vida que tuvieron los irlandeses en Estados Unidos en aquella época.

Los hijos de mi tatarabuelo siguieron el legado de su padre, contribuyendo de igual manera a la creación de la ciudad, y también los hijos de sus hijos, y así fue durante el siguiente siglo hasta el día de hoy, en que mi abuelo posee una de las más importantes oficinas de arquitectura del país.

Mi padre siguió con la tradición familiar y estudió arquitectura en la Universidad de Cornell, considerada la mejor del ramo en el país. Al terminar, estudió un postgrado en la Escuela de Diseño de la Universidad de Harvard y después se tomó un año sabático para viajar por Europa y conocer sus orígenes.

Al pasar por Escocia conoció a mi madre, se enamoraron, y mi padre ya no regresó a su país natal, para gran consternación de mi abuelo. Decidió abrir una filial de la empresa en Europa y, a pesar de tener que viajar día sí y día también, fijó su residencia habitual en Edimburgo.

Mi padre se bajó del coche y nos hizo una señal para que nos adentráramos en el edificio. Respiré hondo y cogí fuerzas. Mi hermano Daniel y yo nos miramos. Me exigió, a través de sus ojos increíblemente azules, que obedeciera y no diera problemas. No era ningún secreto para mi familia que yo no quería estar allí.

Los cuatro hermanos tenemos los mismos ojos, de un azul turquesa tan intenso y cristalino como el mar Caribe, herencia de mi padre, y a su vez de mi abuelo. Es el «sello Summers». El resto de mis características físicas no resultaban tan llamativas: cabello castaño y rizado como el de mi padre; bajita, delgada, y poca cosa, como solía decirme Daniel. Mis hermanos también tienen el cabello castaño, más oscuro que el mío, y son más altos que yo. Kate es la única rubia de la familia Summers.

Aquel año comenzábamos nuestra nueva vida mi hermano mayor, Alex, Daniel y yo; Kate aún era muy pequeña, por lo que demoraría algo más en trasladarse a nuestro nuevo hogar.

Daniel y yo somos mellizos, aunque él siempre dice que es mayor que yo porque nació antes. Yo le he intentado explicar, durante media vida, que no tiene por qué ser así. Hay diversas teorías sobre quién de los mellizos es el mayor, y no siempre lo es el primero en nacer. En pura teoría, el mayor sería el primero en formarse, algo imposible de saber, pero ni caso, es como hablar con una pared. Ya no me molesto más, sobre todo teniendo en cuenta que legalmente es el mayor. Alex nos lleva dos años.

Ascendimos por una escalinata que daba acceso al edificio principal. Al final de la misma, un hombre próximo a los sesenta años, con el cabello cano, pose orgullosa, y ataviado con un traje de chaqueta negro, nos abrió la puerta y nos dio acceso al interior. Una vez dentro, nos dirigimos al despacho de la directora del Crowden: Amanda Peters.

El edificio, por dentro, me pareció impresionante: los suelos de mármol negro y blanco imitando un tablero de ajedrez, las blancas y brillantes escaleras de caracol, los elevados techos, las robustas columnas dóricas. Fue abrumador. Intimidante.

Mi padre conocía bien el recorrido, no era la primera vez que lo visitaba. La directora es una antigua amiga suya, estudiaron juntos en el Crowden School de California. Se trata de un colegio para millonarios elitistas que en aquella época se encontraba localizado en varios estados del nuevo continente. Amanda Peters, al advertir que cada vez más compatriotas se trasladaban a Europa por temas laborales, estableció un nuevo Crowden School, aquí, en Escocia, para que sus futuros hijos tuvieran acceso a una educación como la que ellos habían recibido: rigurosa y de una rectitud modélica. Sin duda, también alberga a los hijos de pudientes familias europeas, sobre todo, escoceses. Y allí estábamos.

Avanzamos a la segunda planta y caminamos por un amplio corredor adornado con retratos de lo que parecían ser exalumnos ilustres del centro. Al final del pasillo, nos dimos de bruces con una puerta colosal de madera maciza, y al abrirla, encontramos una antesala custodiada por una joven secretaria, con cara de pocos amigos, que al instante llamó a la directora. Segundos después, la susodicha salió a recibirnos.

Amanda Peters era una mujer de gran estatura y constitución delgada, aunque, si le quitáramos los tacones que llevaba en los pies a diario, es probable que disminuyera unos quince centímetros. No entendí cómo era capaz de andar en semejantes zancos. Llevaba el cabello negro, corto y liso, muy al estilo de Liza Minelli. Los ojos del color de la miel hacían que su rostro fuera agradable, pero severo a la vez.

—¡John! ¡Ya estáis aquí! —Saludó a mi padre con un fuerte abrazo y después se dirigió a nosotros—. Bienvenidos al Crowden School, yo soy Amanda. Como ya sabéis, soy la directora de esta institución, y estoy aquí para cualquier cosa que necesitéis. —Terminó de darnos la bienvenida con una sonrisa estudiada en la cara.

—Hola, yo soy Alex —contestó mi hermano mayor, tan educado como siempre.

Mi hermano Alex siempre ha sido un buen hijo, con buenos modales, estudioso y tranquilo. Y me figuro que el hecho de que Daniel y yo fuéramos tan problemáticos, le hacía, si cabe, más bueno. Yo lo adoro, y él a mí. En la época escolar, él era con quien mejor me llevaba de mis tres hermanos.

Mi padre y la directora empezaron a hablar sobre las clases, los horarios, las actividades deportivas y los dormitorios. Yo deserté al instante. Siempre he sido una chica muy observadora y suelo dar una gran consideración a los pequeños detalles que, para algunas personas, pasan desapercibidos.

Paseé una mirada escrutadora por toda la estancia. Me fijé en sus robustas estanterías repletas de libros. Me encanta leer, es una de mis pasiones. Soy capaz de permanecer horas y horas leyendo sin cansarme.

Me pregunté cómo los tendría ordenados, no parecía que fuera al azar. Mi primera impresión de la directora fue que era una persona metódica y ordenada. La observé y la analicé una vez más. Definitivamente, descarté el azar. Eché un vistazo rápido a los títulos. Eran, en su gran mayoría, grandes clásicos, y observé que no se ordenaban alfabéticamente sino cronológicamente, pero no atendiendo a la fecha de edición del libro sino a la fecha en la que se desarrollaba la historia del libro. Pero había un error.

—Esos dos libros de la izquierda no están bien colocados.

Las palabras salieron de mi boca antes de que pudiera detenerlas. «¡No!», me recriminé. Tenía que dejar de hacer ese tipo de cosas si quería que todos me consideraran una persona corriente. Debía trabajar más en el filtro entre mi mente y mi boca, pero ya era tarde, así que tiré para delante.

—¿Perdona? —inquirió Peters molesta. «No le agrada que la interrumpan», pensé.

—Los libros del tercer estante a la izquierda están al revés. Según el orden que ha establecido, primero va Orgullo y Prejuicio y después Mujercitas. Están invertidos.

Advertí cómo cuatro pares de ojos me observaban fijamente. Los de la mujer, sorprendidos y curiosos. Los de mi padre y Alex me requerían lo mismo: «Ahora no, Sara». Y los de Daniel lucían condenatorios. Mi padre y la directora se contemplaban entre ellos. Ella me hizo un asentimiento con la cabeza y continuaron con su conversación. Me quedó claro que la directora Peters ya conocía mis particularidades, pero, aun así, creo que la sorprendí.

Salimos del despacho y nos dirigimos a nuestros correspondientes dormitorios. La directora encabezaba la marcha y conversaba en susurros con mi padre:

Tranquilo, John, van a estar bien. Yo me ocuparé de ello, te lo prometo. Haces lo correcto.

—Tengo mis dudas, Amanda. Alex se adapta bien a los cambios y es un chico manejable, pero Daniel y Sara, no. Y no se llevan bien.

Según se alejaban por el amplio corredor, el murmullo se hacía más lejano, hasta que no alcancé a entender nada. Solo escuchaba el repiqueteo de los tacones de la directora. Retumbaban con tanta fuerza en el brillante suelo de mármol que pensé que podría empezar a resquebrajarse en cualquier momento.

Los dormitorios se encontraban en otro edificio, perpendicular al edificio principal, conocido como «la residencia». Eran construcciones similares. Ambas tenían la misma altura, aunque esta última era más extensa, mucho más extensa.

Realicé un cálculo mental rápido: teniendo en cuenta que había veinte alumnos por clase y dos clases por curso, seríamos en total unos cuatrocientos ochenta alumnos, y, si la residencia constaba de doce plantas, significaba que había cuarenta habitaciones por planta. No estaba nada mal.

Según nos acercábamos, la directora Peters nos explicaba que los pisos inferiores eran para las muchachas y los superiores para los muchachos (palabras textuales). Nos dirigimos, en primer lugar, a mi dormitorio. Abrimos la puerta, y lo primero que detecté fue que ya estaban allí mis maletas. Después, curioseé el que sería mi hogar durante los siguientes nueve años.

La habitación era cuadrada y los suelos, de madera color chocolate. A mi derecha descansaba una cama vestida de color azul y blanco. A su lado había un armario de madera blanca que no era ni grande ni pequeño. De frente, un amplio ventanal permitía ver un frondoso bosque y una fracción de un río. A la izquierda, al lado de la ventana, se situaba un escritorio con estanterías en la parte superior; y, un poco más hacia la puerta de entrada, otra puerta. Me acerqué y la abrí. Era el baño. Era pequeño, pero albergaba lo suficiente: un tocador con un lavabo, un inodoro y una ducha. Todas las toallas eran blancas y mullidas, como en un hotel.

Mi padre me ayudó a instalarme, se despidió de mí y prometió llamarme todos los días. No dudé que lo haría. Era un buen padre, solo se había visto superado por las circunstancias.


2 El primer día de clase




Sonó el despertador a las siete de la mañana, pero yo ya estaba despierta. Había pasado una noche más en la que no pude conciliar el sueño más de cinco horas. Tenía problemas severos de sueño. Según decían, efecto colateral de mi gran cociente intelectual y de mi memoria eidética.

Desayuné algo rápido con mis hermanos en una mesa vacía del comedor. Era bastante pronto, por lo que no había demasiados alumnos. Mejor. No me apetecía ser la chica nueva a la que contempla todo el mundo.

Mi padre me había explicado que el colegio contaba con un gran programa musical. Como aún era temprano para ir a clase, me encarrilé a buscar la clase de música: tenía que haber una sala llena de instrumentos.

Próximo a la recepción del colegio, localicé un mapa con todas las instalaciones. Se asemejaba al típico plano que se puede encontrar en cualquier gran almacén. Lo observé y localicé la «Sala de exposiciones musicales», pero no era lo que yo buscaba. Lo más probable era que esa sala se utilizara solo para conciertos, por lo que permanecería cerrada. Lo que yo buscaba era el aula donde se ensayara a diario y se impartieran las clases extraescolares de música.

Seguí buscando hasta que la encontré: «Sala de música». Tenía que ser esa. Con el resto de información a mi alcance, aproveché y busqué también la clase a la que debía dirigirme a primera hora.

Caminé hacia las escaleras y subí hasta la quinta planta. Una vez allí, no me demoré mucho en localizar mi objetivo. Descubrí que el centro disponía de un ascensor, pero de acceso limitado al profesorado. Los alumnos teníamos que subir y bajar por las interminables y extensas escaleras de caracol. Para mí no suponía problema alguno, estaba acostumbrada a hacer ejercicio.

Por lo que pude atisbar en el plano, todas mis clases se impartían en la segunda y tercera plantas, por lo que no tendría que moverme mucho.

Me acerqué a mi destino, abrí la puerta y oteé una sala enorme, espaciosa y luminosa. Desde allí se podía ver toda la parte trasera de los jardines del colegio. Tras un enorme claustro, había unas escaleras que llevaban a una cancha de baloncesto y, después, más escaleras, que conducían a un campo de fútbol con gradas a ambos lados. Un poco más lejos, se distinguía un camino de madera que terminaba en un pequeño embarcadero. Todo ello, rodeado por multitud de árboles.

Dado que el colegio se ubica en el norte de Escocia y cerca del fiordo de Tay, supuse que el vasto río al que se accedía por el embarcadero debía de ser el propio río Tay, que pasa por allí.

Me giré hacia los instrumentos y al instante localicé el que me interesaba: el piano. Toco el piano desde los cuatro años y me apasiona. Cuando interpreto una pieza, me pierdo en mi mundo particular y se me pasan las horas. Comencé con un preludio de J. S. Bach, y me perdí tanto que, cuando me quise dar cuenta, ya era la hora de mi primera clase. ¡Llegaba tarde!

Volé por el corredor y bajé a la segunda planta. Recordé que debía girar a la izquierda cuando percibí por el rabillo del ojo que alguien venía corriendo por la derecha directo hacia mí. Demasiado tarde. Chocamos tan fuerte que incluso se me cayó al suelo la mochila que llevaba en la mano y todo lo que había dentro de ella. Me agaché a recoger todas mis pertenencias, y unas manos que no eran las mías también lo hicieron. Levanté la vista y me encontré con un niño que debía de tener mi edad, más o menos, con expresivos ojos marrones y el cabello negro ondulado y alborotado. Nos quedamos mirándonos el uno al otro sin hablar, hasta que él tomó la iniciativa.

—¿Eres nueva? —me preguntó.

—¿Tú eres nuevo?

—No, yo no. —Me sonrió. Tenía una gran sonrisa. Sincera y de las que llegan hasta los ojos.

—Entonces, supongo que se trata de una pregunta retórica, dado que si tú no eres nuevo y no me habías visto antes, será porque yo soy nueva. —Lo reconozco. Entré a ese colegio muy cerrada y, en ocasiones, me costaba ocultar mi naturaleza irónica y sarcástica.

—No sé lo que significa pregunta retórica, pero tú tienes los ojos más azules que he visto en mi vida. Me gustan.

—Gracias, me lo dicen a menudo.

Seguía sonriendo de oreja a oreja. Le devolví la sonrisa. Aquel chico me cayó bien desde el principio. Me trasmitía… algo. Algo que nunca antes había sentido. No supe darle nombre. Tuve la sensación de que nos conociéramos de toda la vida, aunque sabía que solo habían pasado unos segundos desde nuestro recién accidentado encuentro.

Me despedí y me dirigí a mi clase. Segundos después, reparé en que «Chico Sonriente» venía detrás de mí. Resultó que estábamos en la misma clase y los dos llegábamos tarde. Después de llamar a la puerta con decisión, entramos, y lo primero que distinguí fue a una profesora bajita, pelirroja, regordeta y sin expresión alguna en la cara.

—Señor Wallace —se dirigió, perceptiblemente molesta, a mi compañero—, va a batir su propio récord, llegando tarde desde el primer día. Siéntese, Adam.

Después me miró a mí, escrutándome.

—Y sospecho que usted es Sara Summers, la alumna nueva de este año. —Se dio la vuelta y caminó hacia su mesa—. Las clases comienzan a las nueve en punto, no lo olvide, señorita Summers.

Adam, así se llamaba «Chico Sonriente», me miró socarrón y me dijo moviendo los labios «¿ves cómo eres la nueva?». Sonreí, otra vez. Aquel chico había conseguido en escasos minutos lo que mi familia no fue capaz de hacer en semanas: que sonriera una y otra vez.

—Summers, siéntese donde vea un sitio libre, por favor —me ordenó la simpática profesora a continuación. Eso sí, con mucha educación.

Encontré una silla libre al final de la clase, próxima a una de las cristaleras, y me senté. Adam se acomodó en el extremo opuesto. La sala era rectangular. Al fondo, había un atrio donde se asentaban la pizarra y la mesa de la profesora. La pared de la izquierda, donde yo me sentaba, era la parte que daba al exterior. Los pupitres se distribuían en dos bloques, cuatro filas de tres en cada bloque.

Observé a mis nuevos compañeros, pero nadie me llamó en especial la atención. Mi hermano Daniel no se encontraba en esa aula, desde Dirección decidieron que cada mellizo estuviera en una clase diferente. De modo que él estaba en A y yo en B. Cuando menos, algo positivo de aquel lugar.

Después de comer, por segunda vez, en una mesa solitaria con mi hermano Alex, (Daniel ya había reunido su propia pandilla) salí al patio del colegio a echar un vistazo. Aquel primer día de clase teníamos toda la tarde libre, dado que las clases de natación aún no habían comenzado.

Me deshice del uniforme del colegio, que consistía en una falda escocesa de cuadros verdes y granates, un polo amarillo y un jersey granate con cuello de pico, y me puse unos pantalones cortos vaqueros, aprovechando que todavía teníamos buenas temperaturas. No es que el tiempo en este país sea muy cálido, pero, si no me ponía pantalones cortos en agosto, no me los pondría nunca. Completé mi atuendo con una sudadera azul marina y unas playeras Nike blancas.

Nada más salir al exterior me tropecé con Adam y tres chicos más, que retiraban los candados a unas bicicletas. Descubrí una pila de bicicletas apoyadas en una barra metálica. Eran muy diversas entre sí, por lo que deduje que no pertenecían al colegio. Tendría que pedirle a mi padre, esa noche por teléfono, que me acercara mi bici el próximo viernes cuando viniera a recogernos. Al residir en Edimburgo, teníamos la gran ventaja de poder pasar un fin de semana al mes en casa. Los estudiantes que no gozaban de tal proximidad con sus respectivos hogares solo abandonaban el colegio en vacaciones.

Intenté pasar desapercibida, pero Adam enseguida me vio.

—¡Hola, Ojos Azules! —me saludó con una sonrisa de oreja a oreja. Mi cabeza pugnaba por seguir llamándolo «Chico Sonriente». Le hice caso.

—Hola, Chico Sonriente.

—Mis amigos y yo hemos descubierto un lugar secreto a varios kilómetros de aquí. Vamos a ir en las bicis, ¿quieres acompañarnos?

No me dio tiempo a declinar su invitación. Uno de sus amigos se adelantó a mis intenciones. Era un chico rubio y demasiado alto para nuestra edad.

—Adam, no queremos a chicas en nuestro grupo; de hecho, no queremos a nadie más en nuestro grupo. No invites a desconocidos a nuestras actividades secretas.

«¿Nuestras actividades secretas? ¿Nuestro grupo? ¿Pero este qué se cree?», pensé. «¿Quieres pelea, rubito? Perfecto». No pensaba unirme a sus actividades secretas, pero me apeteció fastidiarlo. Por impertinente.

—Oliver —lo reprendió Adam.

«Así que se llama Oliver. Interesante». Me lo puso bastante fácil.

—¿Atom? —le pregunté, bromista, al rubio. Así era como se apellidaba el protagonista de los dibujos animados de fútbol que veía Daniel en casa.

—¡Aston! —me replicó, irritado.

—Vale, voy con vosotros —contesté, antes de que alguien pudiera añadir algo más. Y, mientras lo decía, obsequié al rubito con mi mirada más retadora: «Que sepas que lo hago solo para fastidiarte». Me devolvió la expresión, y creo que me entendió, porque le salían chispas por los ojos.

—¡Bien! —Adam me asió de la mano—. Vamos, Ojos Azules, te llevo yo en mi bici de paquete. Por cierto, a Oliver ya lo conoces —dirigió la cabeza al rubio—, y ellos son Brian Mac Gregor y Marco Verti. A Oliver no le gustan las personas, ya lo irás descubriendo poco a poco.

Yo no diría que «poco a poco», me hubiera gustado replicarle, pero me contuve. ¡Bien por mi filtro, que en esa ocasión decidió hacer acto de presencia!

Entonces se trataba de eso. Al rubio no le agradaban las personas. No le di mayor trascendencia, desde luego no sería yo quien criticara las rarezas de los demás. Bastante tenía con las mías.

Al lado de las bicicletas, advertí dos cabezas que me saludaban. Eran los otros dos amigos de Adam. Uno de ellos era de aspecto desgarbado, aunque de mirada penetrante. Llevaba el cabello largo y liso casi a la altura de los hombros y no apartaba la vista de mí. El otro chico, alto y con unos ojos negros intensos, no me prestó demasiada atención una vez me hubo saludado con un leve movimiento de cabeza. Parecía estar más centrado en comprobar el estado de las ruedas de su bicicleta. No supe quién era Brian y quién Marco. Ya lo averiguaría más adelante.

Nos montamos todos en las bicis, y comprobé (una vez más) que el rubio me observaba con clara antipatía. Salimos de los alrededores del colegio a través de un sinuoso camino escondido tras unos árboles. Al momento me di cuenta de qué significaba aquello: no habíamos pasado por las verjas de entrada que daban acceso al colegio. Ignoraba si nos permitían salir por allí, pero no dije nada. No iba a poner resistencia a transgredir las normas del colegio. Considero que vivimos en un mundo donde todo son normas y nunca he sido muy amiga de ellas. Además, las normas están para romperlas, ¿no?

Descendimos por una carretera. Era la misma carretera por la que habíamos venido en el coche con mi padre. Llegó un punto en el que nos adentramos en el bosque por un camino embarrado. Anduvimos por el camino durante bastante tiempo, penetrando cada vez más en el frondoso bosque, hasta que, de repente, nos detuvimos.

Miré hacia ambos lados. Era un bosque tranquilo y solitario, sin nada especial.

—Ojos Azules, acércate. —Adam me cogió de la mano. Sus manos eran suaves, y su tacto provocó que me subiera una sensación cálida y agradable por todo el cuerpo.

Dimos unos pasos siguiendo un arroyo, y lo que divisé a continuación me dejó sin palabras.

En mitad del bosque había un agujero enorme donde desembocaba el arroyo. Era increíble. Jamás había visto algo tan extraordinario, ¿cómo podía existir semejante maravilla en mitad de la nada? Me recordó a los cenotes que había visitado el año anterior con mi familia en la Riviera Maya. Tenía su característica forma cilíndrica y era totalmente abierto.

Me asomé al precipicio y observé cómo moría el arroyo. Al fondo, había una poza gigante de agua cristalina y las altas paredes tenían una flora espectacular. En medio, una roca sobresalía del agua, y hierba fina rodeaba toda la poza.

—¿Habéis saltado desde aquí? —pregunté emocionada a Adam.

—Sí, claro. Todos los días —me contestó Oliver sarcástico.

El rubito impertinente también era un listillo y dominaba las técnicas de la ironía igual que yo. Empezó a asustarme lo parecidos que éramos.

—Por si no te has dado cuenta —continuó explicándome el listillo—, es una caída de once metros, y no sabemos si la poza que está situada debajo cubre lo suficiente como para soportar el salto.

—¿Cómo sabes que son once metros de altura? A mí no me parece que haya tanto. —Sí que los había, once metros, centímetro arriba centímetro abajo, pero mi cerebro es peculiar. ¿Cómo lo sabía él? Necesitaba indagar más en aquel joven.

—Son once metros de altura —me manifestó de manera tajante.

No creí que muchos chiquillos de nueve años calcularan una cosa así a ojo. Oliver tenía algo inusual. Además de un don especial para tocarme las narices.

—Yo creo que cubre lo suficiente como para que saltemos —informé a todos en general.

Recordé un documental que había visto hacía unas semanas con mi padre sobre saltos de altura. Un famoso saltador explicaba los riesgos que existían en ese tipo de actividades y las circunstancias que debían darse para que el salto fuera un éxito y no una catástrofe. Me acordé de los saltos que mostró y de las alturas desde las que saltó. Teniendo en cuenta esa información, consideré que necesitábamos como mínimo cinco metros de profundidad para poder saltar desde allí sin matarnos.

Reparé en que no se vislumbraban marcas en las rocas de las subidas y bajadas de la marea, lo que significaba que se hallaba en su momento más álgido y, dado que el color del agua era de un azul muy oscuro, lo que indicaba profundidad, resolví que podíamos saltar sin peligro alguno.

—En el hipotético caso de que tuvieras razón y saltáramos, ¿cómo subimos después? —cuestionó Oliver.

Me encogí de hombros. Ya lo había pensado. Ellos no lo habían visto, pero en una de las paredes sobresalían unos salientes por los que podríamos escalar sin ningún problema.

Adam, Brian y Marco nos contemplaban curiosos. No se atrevían a inmiscuirse en la conversación porque no tenían ni idea de si cubría o no lo suficiente, lo único que querían era que alguno de nosotros dos les asegurara que sí podíamos saltar. Pude apreciarlo en sus expresiones, deseaban saltar. A saber cuánto tiempo llevaban pensándolo, ¿cuándo habrían descubierto aquel paraíso?

Miré detenidamente a Oliver y comprobé que él también quería lanzarse al agua, aunque su cabeza se interpusiera en sus deseos.

En ese momento la decisión ya estaba tomada. Les contesté, a la vez que me despojaba de las playeras y la sudadera.

—Solo hay una manera de averiguarlo. —Me aproximé al precipicio y me lancé al vacío.

Salté. Y es una de las mejores experiencias que recuerdo en toda mi vida.

Me tiré en posición vertical, con los brazos pegados al cuerpo para evitar lesiones. Siempre que rememoro ese momento es como si lo viviera de nuevo: la impresión de estar volando, la emoción de la libertad absoluta. Algunos expertos creen que se pueden alcanzar velocidades de hasta sesenta y cuatro kilómetros por hora desde un trampolín de diez metros.

Pasaron escasos segundos, y enseguida mis pies entraron en contacto con el agua hasta que me sumergí por completo. Sentí frío. Fue como si miles de cuchillos afilados me atravesaran por todo el cuerpo, y se me cortó la respiración. Me entró agua por la nariz y me desorienté por unos segundos, pero nadé a braza hacia arriba y salí a la superficie.

Capté cuatro golpes en el agua próximos a mí.

¡Plof! ¡Plof! ¡Plof! ¡Plof!

Habían saltado los chicos. Los cuatro.

¿Qué es lo que les llevó a ellos a seguir a una chica que no conocían de nada en un disparate como ese? Lo hemos discutido en muchas ocasiones y no lo sabemos. En la vida, no siempre todo tiene una explicación. Fue una confianza ciega en que yo tenía razón y se podía saltar.

Y allí, nadando con ellos, no podía imaginarme que esos cuatro chicos se convertirían en cuatro pilares importantes de mi vida. Sobre todo, dos de ellos.

Un rato después, accedimos al comedor para cenar. Estábamos famélicos. Los demás alumnos nos observaron extrañados.

—¿Por qué estáis mojados? —nos preguntó un niño bajito y delgado con gafas. No conocía su nombre. No era de mi clase.

—No estamos mojados —le respondí con la mayor seguridad del mundo.

El niño me miró extrañado, pero no dijo nada. Mis cuatro compañeros de aventuras tampoco dijeron nada, pero percibí que se reían. Incluso Oliver no pudo evitar que le asomara una sonrisa y me pareció ver que un par de hoyuelos querían hacer acto de presencia. Seguimos nuestro camino. Es una buena manera de evitar que sigan preguntando: la negación segura y absoluta.

—No irás a sentarte con nosotros, ¿no? —La voz venía de detrás de mí, pero no me hizo falta darme la vuelta para saber quién me había hecho esa pregunta.

No me planteé en ningún momento la posibilidad de sentarme con ellos; una cosa era que hubiésemos vivido juntos una experiencia inolvidable, y otra muy diferente que nos hiciéramos amigos íntimos. Pero, después de aquel ataque directo por parte de Oliver, decidí sentarme con ellos. «Solo por esta noche», me dije a mí misma. «Solo para fastidiar al rubio».

—La verdad, sí. Pero, si te sientes incómodo, no te apures; te puedes sentar tú —enfaticé el — en otro lugar.

—Está bien —claudicó—, pero no empieces a traer a chicas a nuestra mesa. Están prohibidas. Son muy pesadas.

No dijo que éramos pesadas, dijo que eran pesadas. A mí no me consideró una de ellas.

Lo escuché refunfuñar. Me adelantó y se dirigió a una de las mesas del centro del comedor mientras todos lo seguíamos.

Siendo sincera, la comida de aquel sitio no era mala del todo para tratarse de un colegio interno. El comedor tenía varios turnos. Primero comían los alumnos de los cursos inferiores y, después, comían los mayores.

Cada uno de nosotros alcanzó una bandeja y nos colocamos en la fila donde las cocineras servían los platos principales. En el fondo, a la derecha, se localizaba la cocina, que comunicaba con el comedor a través de una ancha ventana sin cristal. Y por las diferentes esquinas del comedor, contábamos también con una zona de lácteos y fruta, otra zona de galletas y una última zona de bebidas.

Cuando ya nos habíamos servido la cena, mis nuevos amigos me hicieron infinidad de preguntas sobre mi familia y mi procedencia. También me contaron cosas sobre ellos, como que Marco era italiano (me lo imaginaba por su nombre y apellido) y que los otros tres eran edimburgueses como yo.

Cuando acabamos de cenar, Adam me comentó que pretendían formar un grupo de música. Llevaban todos estudiando música desde los seis años y quería que los acompañara a su primer ensayo.

—¡Adam, deja de invitarla a todas partes! —Oliver rozaba ya su límite de sociabilidad.

—Tranquilo, no me apetece nada ver cómo tocas la guitarrita. —Le lancé mi mirada más burlona.

—¿Y por qué tengo que tocar la guitarrita y no otro instrumento?

—Porque llevas una púa de guitarra eléctrica colgada del cuello —lo informé muy segura. Lo había notado cuando nos bañamos en la poza.

—¿Me estás diciendo que diferencias una púa de guitarra de una púa de bajo?

—¿Me estás diciendo que tú no lo haces?

—¡Por supuesto que sí, pero yo toco la guitarra!

—¿En serio? Qué sorpresa…

Sara 1 – Rubito antipático 0.
martes, mayo 02, 2017 / by / 0 Comments

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