Quedan muy poquitas horas para la publicación de Sara Summers 3: Las decisiones de Sara, y, para ir abriendo boca, aquí os dejo el primer capítulo.
¡Que lo disfrutéis!
Susanna.
1 La vuelta a casa
Septiembre de 2012. Aeropuerto de Los Ángeles.
—Última
llamada para los pasajeros del vuelo BA1542 destino Londres.
La voz aterciopelada de
la operadora de la British Airways resonó por todo el aeropuerto. Era nuestro
vuelo. Había llegado el momento. El momento de regresar a casa. Nos levantamos
los tres a la vez de nuestros asientos.
—¿Preparados para volver,
chicos? —nos preguntó Adam, de camino a la puerta de embarque.
Oliver y yo nos miramos
el uno al otro y fue una mirada que… que decía tantas cosas.
—Supongo que sí —contesté
yo sin ninguna convicción.
Regresábamos a Edimburgo
después de más de dos años haciendo de trotamundos por Estados Unidos. No
parecía que hubiera pasado tanto tiempo; más bien, era como si apenas
acabáramos de llegar. Sin embargo, en esos dos años, habían pasado tantas cosas…
Mostramos a la azafata
nuestros billetes de clase turista y cruzamos por el embarque. Llegamos a
nuestra fila y, cuando vi qué asiento me había tocado, le pregunté a Adam si me
lo cambiaba por el suyo y me dejaba en la ventanilla. Él aceptó a cambio de que
yo hiciera la cena durante la siguiente semana, porque estaba «hasta las
pelotas de alimentarnos», pero caímos en la cuenta de que no era necesario que
nos dividiésemos las tareas de la casa. Porque aquella aventura había llegado a
su fin. Un escalofrío me recorrió el cuerpo. No uno de los buenos, de los que
me provocaba Oliver, no, fue uno de los malos.
La idea inicial era
regresar cada uno a su hogar. Así lo habíamos decidido la noche anterior. Adam
se iría con sus abuelos, y Oliver y yo con nuestros respectivos padres. Era lo
que nos habían pedido y, después de lo que tuvieron que soportar con nuestra
ausencia, no nos sentimos con fuerzas para decirles que no. Al menos no al
principio. Con el tiempo, ya se vería. Tan solo había pasado un día y ya me arrepentía
de esa decisión. Separarme de Oliver y Adam cuando llevaba años sin hacerlo
para absolutamente nada… No tenía ni idea de cómo gestionarlo.
Tomé mi asiento y cerré
los ojos. Por una parte, tenía ganas de que el avión despegase y, por otra
parte, no quería que alzase el vuelo nunca. Es difícil de explicar. Cuando no
quieres hacer algo, cuanto más rápido pase, mejor. Pero, a la vez, no quieres
que pase. Y lo cierto era que yo no quería irme. Y Oliver y Adam tampoco. Pero
me había visto obligada a hacerlo. Y ellos conmigo.
Abrí los ojos y giré la
cabeza hacia mi izquierda, apoyándola en el respaldo de mi asiento. Oliver imitó
mi postura y nos quedamos frente a frente, mirándonos a los ojos. Nos acercamos
más. Su mirada era seria, triste, asustada. Como la mía de las últimas horas.
Nos comunicamos en silencio. Sus ojos preguntaron primero.
«¿Estás bien?».
«No».
«No podemos hacer nada».
¿No podíamos? ¿No podíamos
hacer nada para evitar aquella horrible y fea desazón que sentía en el cuerpo?
¿Y si todavía estábamos a tiempo? Expresé mis pensamientos.
«¿No podemos? ¿O sí?».
Oliver vio la ¿esperanza?
en mi pregunta. Cerró los ojos. Y cuando los volvió a abrir, me habló de nuevo.
«Vámonos. Bajémonos del
avión y olvidémonos de todo».
Imité su gesto y cerré
los ojos. Suspiré. Los volví a abrir. No existía nada en el mundo que deseara
más que aquello. Lo deseaba con todas mis fuerzas. Porque tenía miedo. Miedo de
que las cosas cambiasen a partir de ese momento. Miedo de haber vivido en esa
burbuja de la que nos había hablado Adam. Y miedo de que se rompiese ahora que
nos tocaba regresar. Porque… ¿y si lo que habíamos vivido no había sido real?
«Sí, vámonos».
—¿Me estás hablando en
serio? —me preguntó en voz alta. Nuestra pequeña conversación secreta se acababa
de tornar importante.
—¿Tú qué crees? —le
respondí. No quería decir que sí abiertamente porque, aunque quería bajarme de
ese avión, era un paso que nos complicaría mucho la vida. No éramos solo nosotros.
No podíamos seguir siendo tan egoístas.
—No tengo ni idea. Eres
imprevisible. —Levantó la mano y me acarició la frente, las sienes y el cabello—.
Nunca sé lo que pasa por esta cabecita tuya. No tienes ni idea de lo que sería
capaz de hacer por poder acceder a ella.
—¿Venderías tu alma? —Le sonreí
coqueta.
—Es muy probable —me dijo
muy serio.
Un escalofrío me subió
por la espina dorsal. Uno de los buenos. Rompí los escasos centímetros que nos
separaban y junté nuestras bocas en un dulce beso. Un beso que quería expresar
tantas cosas. Cosas que no era capaz de decir en voz alta. No había sido capaz
de hacerlo en todos aquellos meses. Pero decidí demostrárselo a lo grande. Ahí
iba mi prueba de amor. Me separé y nos miramos.
Me levanté dispuesta a dejar
aquel avión. A mandar todo a la mierda y luchar por lo que quería. Oliver sonrió
y se levantó conmigo.
—¿Dónde cojones vais tan
decididos? —nos preguntó Adam con el ceño fruncido.
Ninguno de los dos fuimos
capaces de responder. Quizá porque no sabíamos la respuesta.
—No iréis a montároslo en
el cuarto de baño otra vez, ¿no? La hostia, al menos esperad a que despegue el
avión. Sois insaciables, joder.
—Por favor, siéntense en
sus asientos y pónganse los cinturones de seguridad. Vamos a despegar —nos comunicó
la azafata, que pasaba en ese momento por nuestra fila.
Miré a Olly, que se mantuvo
fijo en su posición. Quería bajarse de aquel avión infernal y nadie podría
impedírselo. Nadie, excepto yo. Y me lo hizo saber. La decisión final recaía
sobre mí.
—¿Señorita? ¿Me está
escuchando? —insistió la azafata—. Vamos a despegar ya.
—¿Sara? ¿Qué cojones te
pasa? ¿Te has quedado sorda? —me preguntó Adam.
Oliver no dijo nada. Al
menos en voz alta. Sentí el peso del mundo sobre mi espalda. Y las miradas de
todos ellos. Me acordé de Daniel y de la promesa que le había hecho hacía
escasos días. Y me senté.
No siempre he estado de acuerdo con las decisiones que he tomado en la
vida. Hay veces en las que me he equivocado, y mucho. Pero nunca me he
arrepentido de haberlas tomado. Porque son mis decisiones las que me han hecho
crecer como persona, tanto las acertadas como las equivocadas. Hasta aquel
momento. Porque no bajarme de aquel avión es la peor decisión que he tomado en toda
mi vida. Ojalá pudiera viajar en el tiempo y arreglar lo que hice. Pero no es
posible. Así que tengo que vivir con ello. Con las decisiones de Sara.
Durante el resto del trayecto, actuamos como si no hubiera ocurrido nada,
como si no hubiéramos estado a punto de largarnos juntos y olvidarnos del
mundo. Oliver no me sacó el tema, y yo se lo agradecí.
¿Por qué entonces sentía ese agujero en el pecho? ¿Por qué sentía que
había cometido un gravísimo error? ¿Por qué sentía que esa decisión era aún más
importante que cualquier otra que hubiera tomado en mi corta vida?
Saqué el iPod de mi mochila y me puse música. Necesitaba algo marchoso
para desprenderme de esa mala sensación que tenía en el cuerpo. Fui pasando con
el dedo por la lista de canciones hasta que encontré la que necesitaba: Fight For This Love, de Cheryl Cole.
Enseguida me envolvió el ritmo de la música. Y digo el ritmo porque lo que es
la letra… no había caído en ella. Maldito karma y maldito subconsciente.
Acerqué mi mano a la de Oliver y las entrelacé con fuerza. Él me
respondió con la misma intensidad y alivió mi desazón. Estábamos bien. Aunque
¿por qué no íbamos a estarlo? Olly y yo no éramos nada, aparte de amigos.
Amigos que se acostaban de vez en cuando. Bueno, algo más que de vez en cuando.
A diario, de hecho. Pero no éramos pareja. Al menos yo creía que no lo éramos.
Nunca lo habíamos hablado. Y eso que llevábamos meses acostándonos.
«¿Y por qué os queríais fugar juntos hace unos minutos?». Visualicé en mi mente las posibles respuestas y elegí la última
opción: no sabe, no contesta.
Muchas veces había intentado insinuarle algo. Había intentado mantener
una conversación de adultos para hablar de lo que sucedía entre nosotros. Pero en
el momento de la verdad me acobardaba. ¿Y si lo hablábamos y él se echaba para
atrás porque veía que podía convertirse en algo serio? No quería arriesgarme.
Prefería continuar como estábamos. Amigos que tenían sexo a diario, pero con
exclusividad.
Un enlace y muchísimas horas después, aterrizamos en Edimburgo. Rescatamos
nuestras maletas de la cinta transportadora y fuimos hacia la salida. Lo
primero que vi, en cuanto crucé las puertas, fue a mi padre. Me quedé parada en
el sitio y solté las maletas y la mochila que llevaba al hombro. Tal cual. Como
en las películas.
Habían pasado algo más de dos años desde la última vez que lo había
visto en ese mismo aeropuerto. En las últimas semanas, muchas veces pensaba que
el tiempo había pasado tan rápido que parecía que hacía diez días que nos
habíamos ido y no ochocientos veinticinco. Pero no era así. Ahora que lo veía, era
consciente de cada día que habíamos estado separados, de todo lo que había
pasado en mi vida sin que él supiese nada al respecto. Corrí a sus brazos y lo
abracé lo más fuerte que fui capaz. Y me sentí muy lejos de él, a pesar de
estar tan cerca.
Mi padre me devolvió el abrazo y enseguida se separó para cogerme el
rostro con sus manos y mirarme atentamente. Creo que no se acababa de convencer
de que estábamos allí. Demasiadas veces les habíamos dicho que no queríamos regresar.
—¿Estás bien? —me preguntó.
Al principio me sorprendió la pregunta; me esperaba más un «¿qué tal el viaje?»
o incluso un «¿estáis cansados?» porque es lo típico que se dice en esos casos.
Pero no. Le traía sin cuidado el viaje. Solo quería saber si me encontraba bien.
No le quise mentir, así que me abracé a él, aunque sabía que su abrazo no
curaría mis dolencias. Eso solo podían hacerlo los dos chicos que, a mi lado,
se reencontraban con sus familias.
—Ya estás aquí, cariño. —Mi
padre me acarició la espalda con suavidad y me dio un beso en la cabeza.
—La hija pródiga ha
vuelto.
Me asomé por encima del
hombro de mi padre y vi a mis tres hermanos. Ignoré el comentario de Daniel y
me acerqué a abrazar a Alex y Kate. Ahora que los veía, me daba cuenta de que
también a ellos los había echado de menos. De toda mi familia, el único al que
había visto en todo ese tiempo había sido a Daniel. Hacía diez días exactamente.
Y gracias a eso, o por culpa de eso, estábamos de vuelta.
—¿Cómo está mi Summers
favorita? —Mi hermano Alex se unió a nosotros.
—Te he echado de menos.
—Y yo a ti, enana. No te
vuelvas a ir tan lejos.
Miré a mis dos amigos, que se fundían en abrazos con sus familias. Y
me centré en Adam. En mi Adam. En el Adam que tanto había luchado durante ese
par de años para volver a la normalidad. Y en que no eran sus padres quienes lo
abrazaban, sino sus abuelos. Y no es lo mismo. Joder, claro que no es lo mismo.
La burbuja que habíamos creado a nuestro alrededor comenzó a resquebrajarse. Crack. Ese fue el primer instante en que
lo noté. Como también notaba la mirada perdida de Adam. Y no quería perderlo.
No quería que sintiera que el perfecto mundo que habíamos creado se
desmoronaba.
Me acerqué a él y lo cogí de la mano. Adam sonrió y me miró con
dulzura.
—Estoy bien —me aseguró.
—Ven a mi casa a dormir
esta noche.
—No puedo, Totó. Tengo que intentarlo con ellos —me
explicó, señalando a sus abuelos, que se habían alejado para darnos privacidad.
—Siempre me olvido de que
ahora eres tú el más sensato del grupo.
—Gracias por cogerme de
la mano.
—Te quiero, Adam. Prométeme
que vas a venir a nosotros si lo necesitas.
—Te lo prometo.
Y sabía que no mentía.
Nos reunimos con nuestras familias sin soltarnos de la mano.
Una vez que nos hubimos achuchado y besado todos con todos, nos
dirigimos al parking del aeropuerto.
—Sara, ¡qué guapa te veo!
—me dijo mi hermana, mientras bajábamos en el ascensor—. ¿Qué te has hecho en
el pelo?
—Mechas californianas
—contestaron Olly y Adam al unísono.
—Papá, yo también quiero
unas iguales. ¡Por favor! ¡Por favor! —suplicó mi hermana.
Mi padre resopló; aún no
había salido de criar a dos adolescentes y ya venía el siguiente.
—Ya veremos.
—Papááá —se quejó Kate.
Le di un golpecito a mi
padre con el brazo y le hice una señal con la cabeza que quería decir más o
menos: «Venga, papá. Enróllate un poquito».
Guardamos las maletas, cada uno en nuestro coche, y nos quedamos los
tres parados formando un círculo. Era la despedida. Ahí nos separábamos. Por
primera vez en dos años. Aquel horrible escalofrío me recorrió el cuerpo de
nuevo y el corazón comenzó a dar golpes en mi pecho. Algo trataba de decirme. Contábamos
con la separación y llevábamos días preparándonos, pero, joder, ¡qué duro era!
Quise echarme a llorar. De hecho, los ojos se me anegaron de lágrimas. Estuve a
punto de sujetarme a las piernas de cualquiera de ellos para que no nos pudieran
separar. Era lógico que nuestros seres queridos quisieran estar a solas con
nosotros esa primera noche; teníamos tantas cosas que contarles y que compartir
con ellos… Pero aquella separación fue lo más difícil que habíamos hecho en
mucho tiempo. Sentía como si me despojaran de partes fundamentales de mi alma.
Una vez pasado el bache de la inminente separación, nos sonreímos con
camaradería por todos los secretos que guardábamos. Había cosas que se quedarían
siempre entre nosotros. Oliver me guiñó un ojo y nos separamos.
No sería por mucho tiempo. Nos habían informado, de camino a los
coches, de que al día siguiente tenían preparada una fiesta de bienvenida en mi
casa.
Durante el trayecto en coche, apoyé la frente en el cristal y me eché
a llorar. Solo habían pasado cinco minutos y ya los echaba de menos. Alguien me
agarró la mano y me la apretó. No tuve que girarme para saber quién era.
Daniel.
Al llegar a casa, me sentí extraña. No la sentía como mi casa. En
realidad, nunca la había sentido como tal. Mi primera casa fue el Crowden School y, después, Estados Unidos.
Tendría que adaptarme a esa nueva realidad.
Cené con mi familia y les conté alguna de nuestras peripecias. Durante
la cena, envié varios mensajes a Adam preguntándole por su estado de ánimo.
Adam: No se siente como mi casa.
Sara: Lo
sé.
Adam:
¿Pasará?
Sara:
Pasará.
Tuve que mentirle. En realidad, más que mentirle, tuve que depositar
mis esperanzas en ese mensaje. Porque todo ese anhelo que sentía, que me desgarraba
por dentro… pasaría, ¿verdad?
Después de cenar, nos sentamos en los sofás y seguimos hablando hasta
las tantas de la noche. Mi padre fue el primero en acostarse. Mis hermanos y yo
nos quedamos viendo una película en la televisión, medio tumbados unos encima
de los otros. No recuerdo qué película era, solo los recuerdo a ellos. A las
tantas de la madrugada, me llegó un mensaje al móvil.
Oliver: ¿Todo bien, ojitos azules?
Sara: Sí,
creo que sí. ¿Tú?
Oliver: Se me hace raro dormir sin que estés dándome patadas.
Sara: Y a mí sin que me claves la rodilla en la cadera.
Oliver: Lo sé.
Sara: ¿Has
hablado con Adam?
Oliver: Sí. Está bien. Duerme tranquila.
Buenas noches, nena.
Sara: Buenas
noches, nene.
«Te quiero» me habría gustado añadir, pero, como tantas otras
veces, no encontré el valor suficiente para hacerlo. Sonreí y dejé el móvil en
la mesa auxiliar que teníamos enfrente del sofá. Me tumbé y puse las piernas
encima de las de Daniel. Alex me dio un toque con su hombro.
—Vaya sonrisa más
bobalicona que tienes. ¿Quién era? ¿No te habrás echado novio en Estados
Unidos?
¡¿Novio?! ¡Ojalá
lo fuera! Pero no. No era mi novio, era mi mejor amigo. Aunque yo estuviera
loca por él y me pusiera tonta incluso por un simple mensaje suyo. Como no supe
qué contestar, no dije nada.
—No te hagas tanto
la interesante —me echó en cara Daniel—. Me juego una mano a que era Oliver
—dijo su nombre con retintín— o Adam.
Lo de Adam nos
quedó claro, a los dos, que lo decía para disimular, porque sabía perfectamente
que hablaba con Oliver.
—Ten cuidado con
lo que te juegas, pequeño Summers —lo provoqué. No pensaba admitir que tenía
razón.
—Soy mayor que tú,
pequeña Summers —me replicó.
Y dale.
—Ya veo que en la
universidad no te están enseñando nada nuevo. —Y así de fácil era. Nuestra
pequeña pelea dialéctica había comenzado. ¡Cómo lo echaba de menos! Mis
rifirrafes con Daniel me daban vida.
—Estoy estudiando Arquitectura,
hermanita, no Medicina.
—¿No dicen que la
universidad es la escuela de la vida?
—Cuando vayas a
alguna, vienes y me lo cuentas.
Lo fulminé con la
mirada. Él me sonrió insolente. Mierda. Había ganado. Tanto pensar en Oliver me
atrofiaba el cerebro. «Céntrate, Sara».
—Minipunto para el
mellizo mayor. ¿Has perdido reflejos, Totó?
No solía ganarte con tanta facilidad —reconoció.
Levanté el dedo
medio.
—Que te den.
Acomodé bien mis
piernas encima de las suyas y seguimos viendo la tele. Me fue venciendo el
sueño hasta que nos quedamos dormidos los cuatro en el sofá.
Bienvenida
a casa, Sara.
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