Después de un
fin de semana largo..., cuesta volver, pero hoy suceden dos cosas
buenas.
Lo primero, que esta semana es más cortita y lo segundo, que, ya que dentro de 9 días se publica la segunda parte de Sara Summers: Las caídas de Sara y estoy superemocionada, voy a compartir un par de cosas con vosotros.
Por una parte, en esta entrada, voy a publicar el prólogo y un par de capítulos de la primera parte d ella saga: Los saltos de Sara para aquellos que aún no os hayáis animado a leerlo. ¡¡Espero que os guste!!
Y, por otra parte, voy a
publicar en otra entrada, el capítulo 2 de Las caídas de Sara ¡para ir abriendo
boca!
Aquí os dejo el inicio de Los saltos de Sara:
Prólogo
Cántame, me dijiste
cántame…
Creo
que suena el despertador, pero no me importa porque hoy no me pienso levantar,
como dice la canción de aquel famoso grupo pop español. Y mañana ya veré, así
que puede seguir sonando todo lo que quiera.
…cántame por
el camino, y agarrado a tu cintura te canté…
Joder, y sigue. «Ignórala».
…a la
sombra de los pinos…
Y encima es la cancioncita de las narices que me
ha puesto mi mejor amiga, Pear, como despertador del móvil. Resulta que ahora
le ha dado por el folclore español, influencia de su madre. ¡Qué manía tiene de
tocar mis cosas!
Sin pensarlo ni un segundo más, doy un manotazo
al móvil para silenciarlo.
Cántame, me
dijiste cántame…
¿¡No se va a callar nunca!? Estiro la mano para
alcanzar el maldito aparato, que se encuentra encima de la mesita al lado de mi
cama, pero no lo alcanzo. Me estiro más hasta que… «Vale, ya lo tengo». A
continuación, lo lanzo con toda la fuerza que mi brazo derecho me permite,
teniendo en cuenta mi posición boca abajo en la cama. Me trae sin cuidado donde
aterrice, solo quiero que se calle. Solo quiero dormir.
…cántame
por el camino, y agarrado a tu cintura te canté…
«¡Imposible!». Definitivamente, el mundo está en
mi contra. Siempre cuidando del puñetero móvil como si fuera una joya preciada,
porque al mínimo golpe se rompe, y ahora que quiero que se muera, ¡ni tirándolo
al vacío!
Me levanto de la cama y lo busco. «¿Dónde habrá
caído?». No distingo nada entre tanta oscuridad, por lo que decido guiarme por
el sonido. Me agacho y palpo la superficie del suelo hasta que por fin doy con
él, lo agarro con una mano y apago la alarma. «Ya está». Me vuelvo a la cama y,
entonces, sí que sí, no pienso levantarme jamás.
Friends will be friends…
«Y,
ahora, ¡¿qué pasa?!». Tardo
medio segundo en darme cuenta de que alguien me está llamando por teléfono. Es
Adam, mi mejor amigo. Esa es su canción, la suya y la de… la de mi otro mejor
amigo. No pienso responder, hoy no estoy para nadie. No quiero hablar, no
quiero pensar, no quiero recordar, no quiero que duela tanto. Tan solo quiero intentar dormir y olvidarme del mundo.
… when you’re in need of love they give you care and
attention…
«Suficiente». Me levanto de la cama (por segunda
vez) y apago el teléfono, aunque sé que no queda demasiado tiempo para que Adam
cruce el escaso espacio que nos separa y aparezca en mi dormitorio para nuestra
sesión matutina de footing. Lo
llevamos haciendo desde que teníamos trece años, todas las mañanas sin
excepción. Bueno, alguna excepción sí hay, como, por ejemplo, cuando llegamos a
casa a horas intempestivas porque hemos salido de fiesta, o como toda esta
semana pasada en la que yo no he querido salir de casa por estar atrapada en
una profunda depresión emocional… Pero, si hablamos en días ordinarios, esa es
nuestra manera de comenzar la mañana, los tres juntos, siempre los tres juntos:
Adam, Oliver y yo. Y que me acabe de llamar por teléfono solo puede significar
una cosa: que se me acabó la tregua.
Aunque es posible que todas nuestras cómodas y
arraigadas rutinas vayan a cambiar en un futuro (demasiado) próximo, o quizá ya
hayan cambiado. Hoy no es un día ordinario, hoy se cumple una semana desde que
comenzó mi nueva vida, mi nueva vida sin él. Jamás vamos a poder recuperarnos
de lo que ha pasado. Y jamás volveremos a ser las mismas personas. Me
estremezco solo de pensarlo.
«No. No puedo pensar en eso». Y no quiero llorar
más, aún tengo los ojos hinchados después de toda una semana (con sus noches y
sus días) de llorar sin descanso, y no quiero empezar otra vez. Hoy no me permito
pensar en él ni un segundo. Solo quiero que me dejen en paz, todo el mundo, que
me dejen hundirme en mi miseria. Y Adam lo sabe. Aun así, estoy segura de que
vendrá a levantarme de la cama, porque no soporta verme así. Su llamada de
teléfono solo ha sido un aviso, para que me vaya haciendo a la idea. Vivimos en
la misma casa y tan solo nos separan un par de dormitorios. Tiene gracia, casi todas
las mañanas lo tenemos que arrastrar Olly y yo fuera de la cama, porque siempre
se le pegan las sábanas. Si por él fuera, se perdería todas las sesiones de footing, pero sé que esta mañana se ha
despertado temprano con una clara intención. Solo tengo que esperar.
Minutos después, alguien toca a la puerta de mi
habitación: toc, toc, toc.
«Qué considerado». Teniendo en cuenta que jamás
llama a mi puerta… No contesto. Va a entrar de todas maneras. Mi amigo del alma
abre la puerta y aprecio cómo se filtra la impertinente luz matinal en mi dormitorio.
Me molesta en los ojos y me cubro la cabeza con la almohada.
—Totó —me
llama.
Totó es mi apodo, solo unas
pocas personas me llaman así: mis amigos más cercanos. Ellos saben que me irrita,
pero les da lo mismo. El apodo me lo puso mi hermano mellizo Daniel cuando
apenas teníamos cinco años. Era su manera de llamarme tonta sin que nuestro
padre le echara la bronca. No sé qué relación puede tener Totó con tonta. Para saberlo, debería adentrarme en el eterno
misterio que era la cabeza de mi hermano a los cinco años. El caso es que a Adam
le pareció que me pegaba ese apodo y empezó a llamarme Totó de forma cariñosa.
—Déjame en paz, Adam.
—Ni en tus mejores sueños. Llevas así una semana
y no pienso consentirte ni un día más.
No le contesto. Y no solo eso, sino que, para dar
más énfasis a mi respuesta negativa a su sugerencia, me doy la vuelta (con
almohada incluida) dándole la espalda a mi amigo.
—Muy bien, Totó,
tienes dos opciones. Por las buenas o por las malas. Y por las malas significa
que voy a descorrer las cortinas del todo y a meterte en la ducha con el pijama
aún puesto. Tú decides. No sería tu primer remojón con ropa. Y creo recordar
que el primero no te entusiasmó.
Lo miro amenazante y entrecerrando los ojos,
aunque sé que no me va a servir de nada. Adam tiene esa expresión en la cara de
«no pienso ceder y vas a hacer lo que yo diga».
No tengo fuerzas ni para darle pena ni para
camelármelo y que me deje hacer lo que yo quiera, por lo tanto, no me queda más
remedio que decirle lo que siento.
—Adam, por favor, no tengo fuerzas para
levantarme, no quiero hacer nada. Solo quiero que el mundo deje de girar porque
mi vida es un auténtico asco y ya no puedo más. —Percibo cómo se me escapan dos
lágrimas por el rostro, demasiado tiempo llevaban acumuladas en mis ojos.
—Sara, escúchame. —Adam se sienta en mi cama y me
sujeta la cara con las manos, rozando mis mejillas con sus pulgares—. Ya sé
cómo te sientes, y tienes razones para estar así, pero dentro de cinco días empiezan
los exámenes finales y terminar dos carreras a la vez, incluso para una
cerebrito como tú, requiere un mínimo de esfuerzo. Levántate, dúchate y nos
vamos a la biblioteca a estudiar. Cuando acaben los exámenes, te prometo que
voy a dejar que te derrumbes, llores y chilles todo lo que quieras. Yo estaré
ahí contigo cada segundo, pero vas a tener que darle una orden específica a ese
cerebro privilegiado que tienes para que olvide, de manera temporal, lo
sucedido en la última semana.
—No puedo. —Mis lágrimas ya caen libres por mis
mejillas, no puedo contenerlas más.
Adam me estrecha entre sus brazos, y joder, qué
bien sientan sus achuchones. Hacen que me sienta segura, hacen que piense que aquí
cobijada nada malo me puede pasar, pero sé que no puedo vivir así para siempre.
—Sí, podemos. —Me besa la cabeza—. Entre los tres
vamos a salir de esta como siempre hemos hecho. Olly está esperando en la
biblioteca, hoy nos libramos del footing.
—Arqueo una ceja por el pesar de su comentario. Seguro que se siente
terrible por saltarse el ejercicio matutino—. Y, respecto a Olly —«no, eso no,
por favor»—, tienes que hablar con él, ya arreglaréis vuestros problemas cuando
finalicen los exámenes.
«Está bien. Tengo que intentarlo». Voy a esconder
los recuerdos de la última semana en un lugar remoto dentro de mi cabeza, durante
un mes. No es la primera vez que tengo que hacerlo, ya debería ser toda una
experta.
Es increíble cómo funciona el cerebro humano,
tropezamos una y otra vez con la misma piedra, pero no aprendemos, o eso al
menos es lo que me sucede a mí. En ocasiones, reflexiono sobre qué hubiera
pasado si no lo hubiera conocido nunca. ¿Sería mi vida la misma? ¿Estaría igual
de vacía?
«No, no puedo permitirme pensar más en eso». Necesito,
por mi propio bien, dejar de echarle la culpa a Oliver por todo lo que ha
pasado (y lo que pasó) porque, en el fondo, sé que no la tiene. No en su
totalidad, yo también tengo parte de culpa por no haberme enfrentado a la
realidad de mis sentimientos cuando debí haberlo hecho. Hubo muchas cosas que
deberíamos habernos dicho antes, y otras que no deberíamos habernos dicho
jamás. Pero, cuando estás disgustado, dices lo primero que se te pasa por la
cabeza.
Y ya es tarde, demasiado tarde para todo. ¿Cómo
he llegado a esta situación? ¿Cuáles han sido las decisiones erróneas que he tomado
en la vida? O ¿será acaso que la felicidad no existe? No, no lo creo, puede que
la felicidad plena no exista, pero sí existen momentos felices, y yo he tenido
muchos.
PRIMERA
PARTE
1 Una nueva vida
Agosto de 2001
Me
bajé del coche y miré al frente. Ante mí se presentaba una de las instituciones
de educación más selectivas y prestigiosas de Europa. Nos encontrábamos ante el
edificio principal: una gran estructura de ladrillo rojo y piedra caliza con extraordinarios
ventanales de madera blanca, que se erguía orgullosa sobre sus doce plantas. Ese
edificio es la sede donde se desarrollan la mayoría de las actividades de la
escuela. Mi padre me explicó que en él, además de las diferentes aulas que
albergan a estudiantes desde los seis hasta los dieciocho años, la zona de Dirección
y del profesorado, también se hallaba el auditorio, una sala de exposiciones musicales,
la biblioteca, una pequeña sucursal de la oficina de correos, el comedor y la
cafetería. Me pareció inmenso, y me pregunté si mi padre también lo vería tan grandioso
o si la percepción de las cosas cambiaría según ibas creciendo.
Era mi nuevo hogar, el internado Crowden School. Mi padre ya no pudo más
y tuvo que tirar la toalla. Supuse que debía de ser duro para él criar por sí
solo a cuatro hijos. Lo intentó, pero la situación lo desbordó. Sin duda, eso
es lo que intuía en sus ojos siempre que lo miraba.
Mi madre había muerto hacía cuatro años, cuando
yo apenas tenía cinco. Sucedió por una complicación en el parto de mi hermana
pequeña, Kate. Desde aquello, mi padre nos había criado junto con una sucesión interminable
de niñeras, pero, dado que su trabajo le exigía viajar prácticamente la mitad
de los días del año, tomó la decisión de matricularnos en un internado para que
otros se ocuparan de la educación que él no podía darnos.
Entonces no lo supe, pero aquel colegio se
convertiría en el lugar donde conocería a las personas más importantes de mi
vida, y también a mi gran amor.
Mi padre se llama John Summers y es norteamericano,
aunque nuestros orígenes son irlandeses. Desde la década de 1820 hasta la década
de 1880, se abrió la primera era de migración en masa, donde alrededor de
quince millones de inmigrantes llegaron a Estados Unidos. Nuestro tatarabuelo
era uno de esos quince millones, y se asentó en la ciudad de Nueva York a
finales de 1850, cuando esta última había sobrepasado a Filadelfia como la
ciudad más grande del país.
A lo largo de mi vida siempre he escuchado cómo
mi familia se enorgullece de que el tatarabuelo Summers contribuyera al
establecimiento de Central Park, el cual se convirtió en el primer parque
paisajístico de la ciudad en 1857. Desde luego, es para enorgullecerse,
teniendo en cuenta la precaria vida que tuvieron los irlandeses en Estados
Unidos en aquella época.
Los hijos de mi tatarabuelo siguieron el legado
de su padre, contribuyendo de igual manera a la creación de la ciudad, y también
los hijos de sus hijos, y así fue durante el siguiente siglo hasta el día de
hoy, en que mi abuelo posee una de las más importantes oficinas de arquitectura
del país.
Mi padre siguió con la tradición familiar y
estudió arquitectura en la Universidad de Cornell, considerada la mejor del
ramo en el país. Al terminar, estudió un postgrado en la Escuela de Diseño de
la Universidad de Harvard y después se tomó un año sabático para viajar por
Europa y conocer sus orígenes.
Al pasar por Escocia conoció a mi madre, se
enamoraron, y mi padre ya no regresó a su país natal, para gran consternación
de mi abuelo. Decidió abrir una filial de la empresa en Europa y, a pesar de
tener que viajar día sí y día también, fijó su residencia habitual en Edimburgo.
Mi padre se bajó del coche y nos hizo una señal
para que nos adentráramos en el edificio. Respiré hondo y cogí fuerzas. Mi
hermano Daniel y yo nos miramos. Me exigió, a través de sus ojos increíblemente
azules, que obedeciera y no diera problemas. No era ningún secreto para mi
familia que yo no quería estar allí.
Los cuatro hermanos tenemos los mismos ojos, de
un azul turquesa tan intenso y cristalino como el mar Caribe, herencia de mi
padre, y a su vez de mi abuelo. Es el «sello Summers». El resto de mis
características físicas no resultaban tan llamativas: cabello castaño y rizado
como el de mi padre; bajita, delgada, y poca cosa, como solía decirme Daniel.
Mis hermanos también tienen el cabello castaño, más oscuro que el mío, y son
más altos que yo. Kate es la única rubia de la familia Summers.
Aquel año comenzábamos nuestra nueva vida mi hermano
mayor, Alex, Daniel y yo; Kate aún era muy pequeña, por lo que demoraría algo
más en trasladarse a nuestro nuevo hogar.
Daniel y yo somos mellizos, aunque él siempre dice
que es mayor que yo porque nació antes. Yo le he intentado explicar, durante
media vida, que no tiene por qué ser así. Hay diversas teorías sobre quién de
los mellizos es el mayor, y no siempre lo es el primero en nacer. En pura
teoría, el mayor sería el primero en formarse, algo imposible de saber, pero ni
caso, es como hablar con una pared. Ya no me molesto más, sobre todo teniendo
en cuenta que legalmente es el mayor. Alex nos lleva dos años.
Ascendimos por una escalinata que daba acceso al
edificio principal. Al final de la misma, un hombre próximo a los sesenta años,
con el cabello cano, pose orgullosa, y ataviado con un traje de chaqueta negro,
nos abrió la puerta y nos dio acceso al interior. Una vez dentro, nos dirigimos
al despacho de la directora del Crowden:
Amanda Peters.
El edificio, por dentro, me pareció
impresionante: los suelos de mármol negro y blanco imitando un tablero de ajedrez,
las blancas y brillantes escaleras de caracol, los elevados techos, las
robustas columnas dóricas. Fue abrumador. Intimidante.
Mi padre conocía bien el recorrido, no era la primera
vez que lo visitaba. La directora es una antigua amiga suya, estudiaron juntos
en el Crowden School de California.
Se trata de un colegio para millonarios elitistas que en aquella época se encontraba
localizado en varios estados del nuevo continente. Amanda Peters, al advertir
que cada vez más compatriotas se trasladaban a Europa por temas laborales,
estableció un nuevo Crowden School, aquí,
en Escocia, para que sus futuros hijos tuvieran acceso a una educación como la
que ellos habían recibido: rigurosa y de una rectitud modélica. Sin duda,
también alberga a los hijos de pudientes familias europeas, sobre todo,
escoceses. Y allí estábamos.
Avanzamos a la segunda planta y caminamos por un
amplio corredor adornado con retratos de lo que parecían ser exalumnos ilustres
del centro. Al final del pasillo, nos dimos de bruces con una puerta colosal de
madera maciza, y al abrirla, encontramos una antesala custodiada por una joven secretaria,
con cara de pocos amigos, que al instante llamó a la directora. Segundos después,
la susodicha salió a recibirnos.
Amanda Peters era una mujer de gran estatura y constitución
delgada, aunque, si le quitáramos los tacones que llevaba en los pies a diario,
es probable que disminuyera unos quince centímetros. No entendí cómo era capaz
de andar en semejantes zancos. Llevaba el cabello negro, corto y liso, muy al estilo
de Liza Minelli. Los ojos del color de la miel hacían que su rostro fuera
agradable, pero severo a la vez.
—¡John! ¡Ya estáis aquí! —Saludó a mi padre con
un fuerte abrazo y después se dirigió a nosotros—. Bienvenidos al Crowden School, yo soy Amanda. Como ya
sabéis, soy la directora de esta institución, y estoy aquí para cualquier cosa
que necesitéis. —Terminó de darnos la bienvenida con una sonrisa estudiada en
la cara.
—Hola, yo soy Alex —contestó mi hermano mayor,
tan educado como siempre.
Mi hermano Alex siempre ha sido un buen hijo, con
buenos modales, estudioso y tranquilo. Y me figuro que el hecho de que Daniel y
yo fuéramos tan problemáticos, le hacía, si cabe, más bueno. Yo lo adoro, y él
a mí. En la época escolar, él era con quien mejor me llevaba de mis tres
hermanos.
Mi padre y la directora empezaron a hablar sobre
las clases, los horarios, las actividades deportivas y los dormitorios. Yo
deserté al instante. Siempre he sido una chica muy observadora y suelo dar una
gran consideración a los pequeños detalles que, para algunas personas, pasan desapercibidos.
Paseé una mirada escrutadora por toda la estancia.
Me fijé en sus robustas estanterías repletas de libros. Me encanta leer, es una
de mis pasiones. Soy capaz de permanecer horas y horas leyendo sin cansarme.
Me pregunté cómo los tendría ordenados, no parecía
que fuera al azar. Mi primera impresión de la directora fue que era una persona
metódica y ordenada. La observé y la analicé una vez más. Definitivamente, descarté
el azar. Eché un vistazo rápido a los títulos. Eran, en su gran mayoría, grandes
clásicos, y observé que no se ordenaban alfabéticamente sino cronológicamente,
pero no atendiendo a la fecha de edición del libro sino a la fecha en la que se
desarrollaba la historia del libro. Pero había un error.
—Esos dos libros de la izquierda no están bien colocados.
Las palabras salieron de mi boca antes de que
pudiera detenerlas. «¡No!», me recriminé. Tenía que dejar de hacer ese tipo de
cosas si quería que todos me consideraran una persona corriente. Debía trabajar
más en el filtro entre mi mente y mi boca, pero ya era tarde, así que tiré para
delante.
—¿Perdona? —inquirió Peters molesta. «No le
agrada que la interrumpan», pensé.
—Los libros del tercer estante a la izquierda
están al revés. Según el orden que ha establecido, primero va Orgullo y Prejuicio y después Mujercitas. Están invertidos.
Advertí cómo cuatro pares de ojos me observaban
fijamente. Los de la mujer, sorprendidos y curiosos. Los de mi padre y Alex me requerían
lo mismo: «Ahora no, Sara». Y los de Daniel lucían condenatorios. Mi padre y la
directora se contemplaban entre ellos. Ella me hizo un asentimiento con la
cabeza y continuaron con su conversación. Me quedó claro que la directora Peters
ya conocía mis particularidades, pero, aun así, creo que la sorprendí.
Salimos del despacho y nos dirigimos a nuestros correspondientes
dormitorios. La directora encabezaba la marcha y conversaba en susurros con mi
padre:
—Tranquilo,
John, van a estar bien. Yo me ocuparé de ello, te lo prometo. Haces lo
correcto.
—Tengo mis
dudas, Amanda. Alex se adapta bien a los cambios y es un chico manejable, pero
Daniel y Sara, no. Y no se llevan bien.
Según se alejaban por el amplio corredor, el
murmullo se hacía más lejano, hasta que no alcancé a entender nada. Solo
escuchaba el repiqueteo de los tacones de la directora. Retumbaban con tanta fuerza
en el brillante suelo de mármol que pensé que podría empezar a resquebrajarse
en cualquier momento.
Los dormitorios se encontraban en otro edificio, perpendicular
al edificio principal, conocido como «la residencia». Eran construcciones
similares. Ambas tenían la misma altura, aunque esta última era más extensa,
mucho más extensa.
Realicé un cálculo mental rápido: teniendo en
cuenta que había veinte alumnos por clase y dos clases por curso, seríamos en
total unos cuatrocientos ochenta alumnos, y, si la residencia constaba de doce
plantas, significaba que había cuarenta habitaciones por planta. No estaba nada
mal.
Según nos acercábamos, la directora Peters nos
explicaba que los pisos inferiores eran para las muchachas y los superiores
para los muchachos (palabras textuales). Nos dirigimos, en primer lugar, a mi dormitorio.
Abrimos la puerta, y lo primero que detecté fue que ya estaban allí mis
maletas. Después, curioseé el que sería mi hogar durante los siguientes nueve
años.
La habitación era cuadrada y los suelos, de
madera color chocolate. A mi derecha descansaba una cama vestida de color azul
y blanco. A su lado había un armario de madera blanca que no era ni grande ni
pequeño. De frente, un amplio ventanal permitía ver un frondoso bosque y una
fracción de un río. A la izquierda, al lado de la ventana, se situaba un
escritorio con estanterías en la parte superior; y, un poco más hacia la puerta
de entrada, otra puerta. Me acerqué y la abrí. Era el baño. Era pequeño, pero
albergaba lo suficiente: un tocador con un lavabo, un inodoro y una ducha.
Todas las toallas eran blancas y mullidas, como en un hotel.
Mi padre me ayudó a instalarme, se despidió de mí
y prometió llamarme todos los días. No dudé que lo haría. Era un buen padre, solo
se había visto superado por las circunstancias.
2 El primer día de clase
Sonó
el despertador a las siete de la mañana, pero yo ya estaba despierta. Había
pasado una noche más en la que no pude conciliar el sueño más de cinco horas.
Tenía problemas severos de sueño. Según decían, efecto colateral de mi gran cociente
intelectual y de mi memoria eidética.
Desayuné algo rápido con mis hermanos en una mesa
vacía del comedor. Era bastante pronto, por lo que no había demasiados alumnos.
Mejor. No me apetecía ser la chica nueva a la que contempla todo el mundo.
Mi padre me había explicado que el colegio
contaba con un gran programa musical. Como aún era temprano para ir a clase, me
encarrilé a buscar la clase de música: tenía que haber una sala llena de
instrumentos.
Próximo a la recepción del colegio, localicé un
mapa con todas las instalaciones. Se asemejaba al típico plano que se puede encontrar
en cualquier gran almacén. Lo observé y localicé la «Sala de exposiciones
musicales», pero no era lo que yo buscaba. Lo más probable era que esa sala se
utilizara solo para conciertos, por lo que permanecería cerrada. Lo que yo
buscaba era el aula donde se ensayara a diario y se impartieran las clases
extraescolares de música.
Seguí buscando hasta que la encontré: «Sala de música».
Tenía que ser esa. Con el resto de información a mi alcance, aproveché y busqué
también la clase a la que debía dirigirme a primera hora.
Caminé hacia las escaleras y subí hasta la quinta
planta. Una vez allí, no me demoré mucho en localizar mi objetivo. Descubrí que
el centro disponía de un ascensor, pero de acceso limitado al profesorado. Los
alumnos teníamos que subir y bajar por las interminables y extensas escaleras
de caracol. Para mí no suponía problema alguno, estaba acostumbrada a hacer ejercicio.
Por lo que pude atisbar en el plano, todas mis
clases se impartían en la segunda y tercera plantas, por lo que no tendría que
moverme mucho.
Me acerqué a mi destino, abrí la puerta y oteé una
sala enorme, espaciosa y luminosa. Desde allí se podía ver toda la parte
trasera de los jardines del colegio. Tras un enorme claustro, había unas
escaleras que llevaban a una cancha de baloncesto y, después, más escaleras,
que conducían a un campo de fútbol con gradas a ambos lados. Un poco más lejos,
se distinguía un camino de madera que terminaba en un pequeño embarcadero. Todo
ello, rodeado por multitud de árboles.
Dado que el colegio se ubica en el norte de
Escocia y cerca del fiordo de Tay, supuse que el vasto río al que se accedía
por el embarcadero debía de ser el propio río Tay, que pasa por allí.
Me giré hacia los instrumentos y al instante localicé
el que me interesaba: el piano. Toco el piano desde los cuatro años y me
apasiona. Cuando interpreto una pieza, me pierdo en mi mundo particular y se me
pasan las horas. Comencé con un preludio de J. S. Bach, y me perdí tanto que,
cuando me quise dar cuenta, ya era la hora de mi primera clase. ¡Llegaba tarde!
Volé por el corredor y bajé a la segunda planta. Recordé
que debía girar a la izquierda cuando percibí por el rabillo del ojo que
alguien venía corriendo por la derecha directo hacia mí. Demasiado tarde.
Chocamos tan fuerte que incluso se me cayó al suelo la mochila que llevaba en
la mano y todo lo que había dentro de ella. Me agaché a recoger todas mis
pertenencias, y unas manos que no eran las mías también lo hicieron. Levanté la
vista y me encontré con un niño que debía de tener mi edad, más o menos, con
expresivos ojos marrones y el cabello negro ondulado y alborotado. Nos quedamos
mirándonos el uno al otro sin hablar, hasta que él tomó la iniciativa.
—¿Eres nueva? —me preguntó.
—¿Tú eres nuevo?
—No, yo no. —Me sonrió. Tenía una gran sonrisa. Sincera
y de las que llegan hasta los ojos.
—Entonces, supongo que se trata de una pregunta
retórica, dado que si tú no eres nuevo y no me habías visto antes, será porque yo
soy nueva. —Lo reconozco. Entré a ese colegio muy cerrada y, en ocasiones, me
costaba ocultar mi naturaleza irónica y sarcástica.
—No sé lo que significa pregunta retórica, pero tú
tienes los ojos más azules que he visto en mi vida. Me gustan.
—Gracias, me lo dicen a menudo.
Seguía sonriendo de oreja a oreja. Le devolví la
sonrisa. Aquel chico me cayó bien desde el principio. Me trasmitía… algo. Algo
que nunca antes había sentido. No supe darle nombre. Tuve la sensación de que
nos conociéramos de toda la vida, aunque sabía que solo habían pasado unos
segundos desde nuestro recién accidentado encuentro.
Me despedí y me dirigí a mi clase. Segundos
después, reparé en que «Chico Sonriente» venía detrás de mí. Resultó que estábamos
en la misma clase y los dos llegábamos tarde. Después de llamar a la puerta con
decisión, entramos, y lo primero que distinguí fue a una profesora bajita, pelirroja,
regordeta y sin expresión alguna en la cara.
—Señor Wallace —se dirigió, perceptiblemente
molesta, a mi compañero—, va a batir su propio récord, llegando tarde desde el
primer día. Siéntese, Adam.
Después me miró a mí, escrutándome.
—Y sospecho que usted es Sara Summers, la alumna
nueva de este año. —Se dio la vuelta y caminó hacia su mesa—. Las clases
comienzan a las nueve en punto, no lo olvide, señorita Summers.
Adam, así se llamaba «Chico Sonriente», me miró
socarrón y me dijo moviendo los labios «¿ves cómo eres la nueva?». Sonreí, otra
vez. Aquel chico había conseguido en escasos minutos lo que mi familia no fue
capaz de hacer en semanas: que sonriera una y otra vez.
—Summers, siéntese donde vea un sitio libre, por
favor —me ordenó la simpática profesora
a continuación. Eso sí, con mucha educación.
Encontré una silla libre al final de la clase, próxima
a una de las cristaleras, y me senté. Adam se acomodó en el extremo opuesto. La
sala era rectangular. Al fondo, había un atrio donde se asentaban la pizarra y
la mesa de la profesora. La pared de la izquierda, donde yo me sentaba, era la
parte que daba al exterior. Los pupitres se distribuían en dos bloques, cuatro
filas de tres en cada bloque.
Observé a mis nuevos compañeros, pero nadie me
llamó en especial la atención. Mi hermano Daniel no se encontraba en esa aula, desde
Dirección decidieron que cada mellizo estuviera en una clase diferente. De modo
que él estaba en A y yo en B. Cuando menos, algo positivo de aquel lugar.
Después de comer, por segunda vez, en una mesa solitaria
con mi hermano Alex, (Daniel ya había reunido su propia pandilla) salí al patio
del colegio a echar un vistazo. Aquel primer día de clase teníamos toda la
tarde libre, dado que las clases de natación aún no habían comenzado.
Me deshice del uniforme del colegio, que consistía
en una falda escocesa de cuadros verdes y granates, un polo amarillo y un
jersey granate con cuello de pico, y me puse unos pantalones cortos vaqueros,
aprovechando que todavía teníamos buenas temperaturas. No es que el tiempo en
este país sea muy cálido, pero, si no me ponía pantalones cortos en agosto, no
me los pondría nunca. Completé mi atuendo con una sudadera azul marina y unas
playeras Nike blancas.
Nada más salir al exterior me tropecé con Adam y
tres chicos más, que retiraban los candados a unas bicicletas. Descubrí una
pila de bicicletas apoyadas en una barra metálica. Eran muy diversas entre sí,
por lo que deduje que no pertenecían al colegio. Tendría que pedirle a mi padre,
esa noche por teléfono, que me acercara mi bici el próximo viernes cuando
viniera a recogernos. Al residir en Edimburgo, teníamos la gran ventaja de
poder pasar un fin de semana al mes en casa. Los estudiantes que no gozaban de tal
proximidad con sus respectivos hogares solo abandonaban el colegio en
vacaciones.
Intenté pasar desapercibida, pero Adam enseguida
me vio.
—¡Hola, Ojos Azules! —me saludó con una sonrisa
de oreja a oreja. Mi cabeza pugnaba por seguir llamándolo «Chico Sonriente». Le
hice caso.
—Hola, Chico Sonriente.
—Mis amigos y yo hemos descubierto un lugar
secreto a varios kilómetros de aquí. Vamos a ir en las bicis, ¿quieres acompañarnos?
No me dio tiempo a declinar su invitación. Uno de
sus amigos se adelantó a mis intenciones. Era un chico rubio y demasiado alto
para nuestra edad.
—Adam, no queremos a chicas en nuestro grupo; de
hecho, no queremos a nadie más en nuestro grupo. No invites a desconocidos a
nuestras actividades secretas.
«¿Nuestras actividades secretas? ¿Nuestro grupo? ¿Pero
este qué se cree?», pensé. «¿Quieres pelea, rubito? Perfecto». No pensaba
unirme a sus actividades secretas,
pero me apeteció fastidiarlo. Por impertinente.
—Oliver —lo reprendió Adam.
«Así que se llama Oliver. Interesante». Me lo
puso bastante fácil.
—¿Atom? —le pregunté, bromista, al rubio. Así era
como se apellidaba el protagonista de los dibujos animados de fútbol que veía
Daniel en casa.
—¡Aston! —me replicó, irritado.
—Vale, voy con vosotros —contesté, antes de que
alguien pudiera añadir algo más. Y, mientras lo decía, obsequié al rubito con
mi mirada más retadora: «Que sepas que lo hago solo para fastidiarte». Me
devolvió la expresión, y creo que me entendió, porque le salían chispas por los
ojos.
—¡Bien! —Adam me asió de la mano—. Vamos, Ojos
Azules, te llevo yo en mi bici de paquete. Por cierto, a Oliver ya lo conoces —dirigió
la cabeza al rubio—, y ellos son Brian Mac Gregor y Marco Verti. A Oliver no le
gustan las personas, ya lo irás descubriendo poco a poco.
Yo no diría que «poco a poco», me hubiera gustado
replicarle, pero me contuve. ¡Bien por mi filtro, que en esa ocasión decidió
hacer acto de presencia!
Entonces se trataba de eso. Al rubio no le agradaban
las personas. No le di mayor trascendencia, desde luego no sería yo quien
criticara las rarezas de los demás. Bastante tenía con las mías.
Al lado de las bicicletas, advertí dos cabezas
que me saludaban. Eran los otros dos amigos de Adam. Uno de ellos era de
aspecto desgarbado, aunque de mirada penetrante. Llevaba el cabello largo y
liso casi a la altura de los hombros y no apartaba la vista de mí. El otro
chico, alto y con unos ojos negros intensos, no me prestó demasiada atención
una vez me hubo saludado con un leve movimiento de cabeza. Parecía estar más
centrado en comprobar el estado de las ruedas de su bicicleta. No supe quién
era Brian y quién Marco. Ya lo averiguaría más adelante.
Nos montamos todos en las bicis, y comprobé (una
vez más) que el rubio me observaba con clara antipatía. Salimos de los
alrededores del colegio a través de un sinuoso camino escondido tras unos
árboles. Al momento me di cuenta de qué significaba aquello: no habíamos pasado
por las verjas de entrada que daban acceso al colegio. Ignoraba si nos
permitían salir por allí, pero no dije nada. No iba a poner resistencia a
transgredir las normas del colegio. Considero que vivimos en un mundo donde todo
son normas y nunca he sido muy amiga de ellas. Además, las normas están para
romperlas, ¿no?
Descendimos por una carretera. Era la misma
carretera por la que habíamos venido en el coche con mi padre. Llegó un punto
en el que nos adentramos en el bosque por un camino embarrado. Anduvimos por el
camino durante bastante tiempo, penetrando cada vez más en el frondoso bosque,
hasta que, de repente, nos detuvimos.
Miré hacia ambos lados. Era un bosque tranquilo y
solitario, sin nada especial.
—Ojos Azules, acércate. —Adam me cogió de la
mano. Sus manos eran suaves, y su tacto provocó que me subiera una sensación
cálida y agradable por todo el cuerpo.
Dimos unos pasos siguiendo un arroyo, y lo que divisé
a continuación me dejó sin palabras.
En mitad del bosque había un agujero enorme donde
desembocaba el arroyo. Era increíble. Jamás había visto algo tan
extraordinario, ¿cómo podía existir semejante maravilla en mitad de la nada? Me
recordó a los cenotes que había visitado el año anterior con mi familia en la Riviera
Maya. Tenía su característica forma cilíndrica y era totalmente abierto.
Me asomé al precipicio y observé cómo moría el
arroyo. Al fondo, había una poza gigante de agua cristalina y las altas paredes
tenían una flora espectacular. En medio, una roca sobresalía del agua, y hierba
fina rodeaba toda la poza.
—¿Habéis saltado desde aquí? —pregunté emocionada
a Adam.
—Sí, claro. Todos los días —me contestó Oliver
sarcástico.
El rubito impertinente también era un listillo y
dominaba las técnicas de la ironía igual que yo. Empezó a asustarme lo
parecidos que éramos.
—Por si no te has dado cuenta —continuó
explicándome el listillo—, es una
caída de once metros, y no sabemos si la poza que está situada debajo cubre lo
suficiente como para soportar el salto.
—¿Cómo sabes que son once metros de altura? A mí
no me parece que haya tanto. —Sí que los había, once metros, centímetro arriba
centímetro abajo, pero mi cerebro es peculiar. ¿Cómo lo sabía él? Necesitaba
indagar más en aquel joven.
—Son once metros de altura —me manifestó de
manera tajante.
No creí que muchos chiquillos de nueve años
calcularan una cosa así a ojo. Oliver
tenía algo inusual. Además de un don especial para tocarme las narices.
—Yo creo que cubre lo suficiente como para que
saltemos —informé a todos en general.
Recordé un documental que había visto hacía unas
semanas con mi padre sobre saltos de altura. Un famoso saltador explicaba los
riesgos que existían en ese tipo de actividades y las circunstancias que debían
darse para que el salto fuera un éxito y no una catástrofe. Me acordé de los
saltos que mostró y de las alturas desde las que saltó. Teniendo en cuenta esa
información, consideré que necesitábamos como mínimo cinco metros de
profundidad para poder saltar desde allí sin matarnos.
Reparé en que no se vislumbraban marcas en las
rocas de las subidas y bajadas de la marea, lo que significaba que se hallaba
en su momento más álgido y, dado que el color del agua era de un azul muy oscuro,
lo que indicaba profundidad, resolví que podíamos saltar sin peligro alguno.
—En el hipotético caso de que tuvieras razón y
saltáramos, ¿cómo subimos después? —cuestionó Oliver.
Me encogí de hombros. Ya lo había pensado. Ellos
no lo habían visto, pero en una de las paredes sobresalían unos salientes por
los que podríamos escalar sin ningún problema.
Adam, Brian y Marco nos contemplaban curiosos. No
se atrevían a inmiscuirse en la conversación porque no tenían ni idea de si
cubría o no lo suficiente, lo único que querían era que alguno de nosotros dos les
asegurara que sí podíamos saltar. Pude apreciarlo en sus expresiones, deseaban
saltar. A saber cuánto tiempo llevaban pensándolo, ¿cuándo habrían descubierto
aquel paraíso?
Miré detenidamente a Oliver y comprobé que él
también quería lanzarse al agua, aunque su cabeza se interpusiera en sus
deseos.
En ese momento la decisión ya estaba tomada. Les
contesté, a la vez que me despojaba de las playeras y la sudadera.
—Solo hay una manera de averiguarlo. —Me aproximé
al precipicio y me lancé al vacío.
Salté. Y es una de las mejores experiencias que
recuerdo en toda mi vida.
Me tiré en posición vertical, con los brazos
pegados al cuerpo para evitar lesiones. Siempre que rememoro ese momento es
como si lo viviera de nuevo: la impresión de estar volando, la emoción de la libertad
absoluta. Algunos expertos creen que se pueden alcanzar velocidades de hasta
sesenta y cuatro kilómetros por hora desde un trampolín de diez metros.
Pasaron escasos segundos, y enseguida mis pies
entraron en contacto con el agua hasta que me sumergí por completo. Sentí frío.
Fue como si miles de cuchillos afilados me atravesaran por todo el cuerpo, y se
me cortó la respiración. Me entró agua por la nariz y me desorienté por unos
segundos, pero nadé a braza hacia arriba y salí a la superficie.
Capté cuatro golpes en el agua próximos a mí.
¡Plof! ¡Plof! ¡Plof! ¡Plof!
Habían saltado los chicos. Los cuatro.
¿Qué es lo que les llevó a ellos a seguir a una chica
que no conocían de nada en un disparate como ese? Lo hemos discutido en muchas
ocasiones y no lo sabemos. En la vida, no siempre todo tiene una explicación. Fue
una confianza ciega en que yo tenía razón y se podía saltar.
Y allí, nadando con ellos, no podía imaginarme que
esos cuatro chicos se convertirían en cuatro pilares importantes de mi vida. Sobre
todo, dos de ellos.
Un rato después, accedimos al comedor para cenar.
Estábamos famélicos. Los demás alumnos nos observaron extrañados.
—¿Por qué estáis mojados? —nos preguntó un niño bajito
y delgado con gafas. No conocía su nombre. No era de mi clase.
—No estamos mojados —le respondí con la mayor
seguridad del mundo.
El niño me miró extrañado, pero no dijo nada. Mis
cuatro compañeros de aventuras tampoco dijeron nada, pero percibí que se reían.
Incluso Oliver no pudo evitar que le asomara una sonrisa y me pareció ver que
un par de hoyuelos querían hacer acto de presencia. Seguimos nuestro camino. Es
una buena manera de evitar que sigan preguntando: la negación segura y absoluta.
—No irás a sentarte con nosotros, ¿no? —La voz
venía de detrás de mí, pero no me hizo falta darme la vuelta para saber quién
me había hecho esa pregunta.
No me planteé en ningún momento la posibilidad de
sentarme con ellos; una cosa era que hubiésemos vivido juntos una experiencia
inolvidable, y otra muy diferente que nos hiciéramos amigos íntimos. Pero,
después de aquel ataque directo por parte de Oliver, decidí sentarme con ellos.
«Solo por esta noche», me dije a mí misma. «Solo para fastidiar al rubio».
—La verdad, sí. Pero, si te sientes incómodo, no
te apures; te puedes sentar tú —enfaticé el tú—
en otro lugar.
—Está bien —claudicó—, pero no empieces a traer a
chicas a nuestra mesa. Están prohibidas. Son muy pesadas.
No dijo que éramos
pesadas, dijo que eran pesadas. A mí no
me consideró una de ellas.
Lo escuché refunfuñar. Me adelantó y se dirigió a
una de las mesas del centro del comedor mientras todos lo seguíamos.
Siendo sincera, la comida de aquel sitio no era
mala del todo para tratarse de un colegio interno. El comedor tenía varios
turnos. Primero comían los alumnos de los cursos inferiores y, después, comían los
mayores.
Cada uno de nosotros alcanzó una bandeja y nos
colocamos en la fila donde las cocineras servían los platos principales. En el
fondo, a la derecha, se localizaba la cocina, que comunicaba con el comedor a
través de una ancha ventana sin cristal. Y por las diferentes esquinas del
comedor, contábamos también con una zona de lácteos y fruta, otra zona de
galletas y una última zona de bebidas.
Cuando ya nos habíamos servido la cena, mis
nuevos amigos me hicieron infinidad
de preguntas sobre mi familia y mi procedencia. También me contaron cosas sobre
ellos, como que Marco era italiano (me lo imaginaba por su nombre y apellido) y
que los otros tres eran edimburgueses como yo.
Cuando acabamos de cenar, Adam me comentó que
pretendían formar un grupo de música. Llevaban todos estudiando música desde
los seis años y quería que los acompañara a su primer ensayo.
—¡Adam, deja de invitarla a todas partes! —Oliver
rozaba ya su límite de sociabilidad.
—Tranquilo, no me apetece nada ver cómo tocas la guitarrita. —Le lancé mi mirada más
burlona.
—¿Y por qué tengo que tocar la guitarrita y no otro instrumento?
—Porque llevas una púa de guitarra eléctrica
colgada del cuello —lo informé muy segura. Lo había notado cuando nos bañamos
en la poza.
—¿Me estás diciendo que diferencias una púa de
guitarra de una púa de bajo?
—¿Me estás diciendo que tú no lo haces?
—¡Por supuesto que sí, pero yo toco la guitarra!
—¿En serio? Qué sorpresa…
Sara
1 – Rubito antipático 0.
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